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Maite Garbayo Maeztu Investigadora y crítica de arte

Los cuerpos indóciles

Lo acontecido ya no se puede silenciar. Aunque esos otros cuerpos que encarnan el Estado, esos «cuerpos dóciles» en el sentido foucaltiano del término, perpetren una vuelta al orden a través de la agresión, la resistencia de quienes dan forma al muro posibilita imaginar otros espacios, otras alternativas

En fechas recientes, los cuerpos que toman las plazas y el espacio público, y con ellos el derecho a la palabra y a la autorrepresentación, están delineando una forma de hacer política que se extiende y se contagia.

Lo que comenzó con la ocupación de la plaza Tahrir en enero de 2011, terminó desbordando otras muchas plazas. Trascendió fronteras, estados y regímenes políticos, desdibujó la división entre primer y tercer mundo, y se convirtió en una toma de agencia colectiva para rechazar las imposiciones de unos poderes que quizá, y afortunadamente, no están tan interiorizados y generalizados como cabía pensar antes de que estos cuerpos «apareciesen».

De la toma del espacio público surge un sujeto político globalizado y determinado no tanto por sus objetivos, que podían variar en cada plaza, sino por unas formas de resistencia absolutamente corporeizadas. La oposición al poder parte de una toma de consciencia subjetivada que al colectivizarse termina por deslegitimar las instituciones estatales y sus discursos y se arroga el derecho a proponer nuevos modelos y llevarlos a la práctica en un espacio micro.

Las imágenes de esas tomas permiten pensar la plaza, la calle, como una coreografía de cuerpos transversalizados por una voluntad de cuestionar los discursos de poder que los constituyen y las disciplinas que los modelan. Por eso toman el propio cuerpo como punto de partida. La toma contemporánea de las plazas, aunque presenta variables inéditas, no es nueva en absoluto. Muchas plazas han sido ocupadas con anterioridad, y cada nueva ocupación repite y cita aquellas precedentes.

En los sucesos recientes en Donostia y Ondarroa existe primeramente una consciencia de que el cuerpo ocupa un lugar físico. Son cuerpos puestos ahí, que con su presencia reconfiguran simbólica y materialmente un espacio público concreto que con la intervención estatal entra en disputa. Al juntarse recalcan una vez más que el espacio político solo puede darse entre la gente.

Es relevante la forma que toma esta acción. Se construye un muro de cuerpos cuya función es proteger un cuerpo-otro que en ese momento concreto se encuentra en situación de vulnerabilidad. El muro, además de constituirse como una suerte de alternativa arquitectónica que modifica el espacio físico de la ciudad, es una forma de presencia que, sin llegar a ser inédita, marca una diferencia con respecto a lo habitual.

Una presencia que rompe y hace estallar las formas «normales» y normativizadas de presentarse. En ella se esconde una proposición política con potencial de desconcertar, puesto que su forma, su estructura, todavía no ha sido reconocida y asimilada por la ley.

En Ondarroa, los cuerpos que conforman el muro resisten durante casi seis días, impiden el paso de la autoridad y a través de este acto dejan claro que la desautorizan. Generan un espacio-otro, un fuera de la ley indefinido y precario, pero palpable, ya que al menos por un tiempo limitado, ha existido.

Lo acontecido ya no se puede silenciar. Aunque esos otros cuerpos que encarnan el Estado, esos «cuerpos dóciles» en el sentido foucaultiano del término, perpetren una vuelta al orden a través de la agresión, la resistencia de quienes dan forma al muro posibilita imaginar otros espacios, otras alternativas, otros cuerpos potencialmente «indóciles». Sucede entonces que esos cuerpos, los del muro, están aquí para hacer visible lo que el poder intenta invisibilizar.

En «Vida Precaria», Judith Butler analiza cómo ciertas formas de dolor son reconocidas y amplificadas nacionalmente, mientras que otras se vuelven impensables e indoloras. En este sentido, los cuerpos que componen el muro desafían la normativa de la representación estatal del dolor, según la cual, algunas formas de duelo no llegan nunca a reconocerse. El hecho de que el Estado o algunos de sus ciudadanos hayan, en algún momento, visto amenazada su integridad física o simbólica, no debería justificar la supresión del disenso político ni de la capacidad crítica que se atreve a cuestionar, volviendo a Butler, la estricta delimitación entre lo que puede o no ser dicho y lo que puede o no ser mostrado, así como «el campo en el que funciona el discurso político y en el que ciertos tipos de sujetos aparecen como actores viables», y otros no.

La muralla de resistencia y de protección, hecha de cuerpos, está ahí para reconocer la idéntica importancia de otro cuerpo, de cualquier cuerpo. Y las tomas físicas de todas las plazas, de las calles, de los puentes..., aquí y allá, dan cuenta de que la agencia política del sujeto pasa necesariamente por la corporalidad. Las imágenes muestran que desde ella se están, al fin, proponiendo nuevos modos de intervención política.

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