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análisis | crisis siria

Guerra internacional de posiciones en torno a la guerra civil siria

Los movimientos en torno a la anunciada conferencia internacional sobre Siria han acentuado la implicación internacional en el conflicto, que ha sido crucial desde el inicio de la crisis tanto por la dinámica creada por sus actores internos como por sus implicaciones en la región. Todos juegan, amagan y amenazan en una guerra de posiciones que se superpone, y en definitiva nutre, a la guerra en Siria.

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Dabid LAZKANOITURBURU

Todo conflicto nacional se convierte en terreno de confrontación de intereses y potencias internacionales. Este viejo y general axioma, que suele ser víctima de intencionados olvidos, tiene su máxima expresión en Oriente Medio y su más acabado ejemplo en la actual crisis siria.

Desde prácticamente su inicio, la cuestión siria ha estado marcada por los intereses tanto de los países vecinos como de las potencias regionales y, en última instancia, de las grandes potencias mundiales.

La propia dinámica del conflicto -que pasó sin casi solución de continuidad de una revuelta popular a una guerra que se puede etiquetar como civil- coadyuvó a ello desde un principio. Dejando a un lado el debate sobre si fue antes el huevo o la gallina, la decisión del Gobierno de Bashar al-Assad de responder con brutalidad a la revuelta y, en paralelo, las prisas de algunos sectores de la rebelión por derrocar al régimen por las armas -lo que, inexorablemente, les condenaba, solo por simple cuestión de inferioridad militar, a depender de la ayuda exterior-, conllevó a una implicación internacional creciente.

Si los dos principales actores de la contienda apelaron desde su origen a la internacionalización del conflicto (lo hizo también Al-Assad identificando desde el comienzo la revuelta con un complot internacional que utilizaría al yihadismo como punta de lanza), la propia idiosincrasia y ubicación geográfica de Siria hizo el resto.

Que el conflicto en Siria iba a tener una repercusión directa en Líbano era algo cantado. Y no por la siempre manida tesis del padrinazgo sirio sobre los asuntos en el vecino país de los cedros. Ambos países no solo comparten frontera, sino poblaciones, libanesas en el lado sirio y viceversa y, lo que es más importante, una historia común. Al punto de que Líbano formó parte -y sigue haciéndolo, para algunos- de la idea de la Gran Siria hasta que los intereses franceses, apoyados en los cristianos maronitas, desgajaran el proyecto tras un acuerdo con la otra expotencia colonial, Gran Bretaña. Si a ello sumamos que ambos países viven actualmente una confrontación sectaria entre suníes y chiíes (aunque conviene matizar que los alauítas sirios no son lo mismo que los chiíes libaneses), de larga data en el caso de Líbano (basta recordar la guerra civil de 1975-1990), el contagio está servido. Más aún cuando la oposición suní libanesa ha apoyado desde un inicio con armas, hombres y dinero a los rebeldes armados.

Un tercer elemento a considerar en la implicación de las potencias regionales es precisamente la rivalidad entre el conocido como Triángulo Chií (Siria, Hizbulah e Irán) y los regímenes suníes, principalmente Arabia Saudí, el gran rival de Teherán. La decisión de la guerrilla del Partido de Dios (Hizbulah) de apuntalar militarmente a Damasco liderando, con su amplia experiencia militar en la guerra de guerrillas, la ofensiva sobre la estratégica localidad de Qusseir responde, por un lado, a la necesidad de Al-Assad de sentarse en una posición de fuerza ante la anunciada conferencia internacional de Ginebra y, de otro, a la pervivencia de ese triángulo, en la que Irán se juega mucho. Más en una situación de emergencia nacional a la que los ayatolas iraníes han respondido prohibiendo la participación de dos de los principales candidatos a la Presidencia en los comicios del 14 de junio.

Pero no solo juega Irán. La Turquía neotomana, animada por la victoria de los Hermanos Musulmanes al calor de las revueltas en Egipto y en Túnez, y estimulada por el hecho de que los islamistas ven a su Gobierno del AKP como un modelo a seguir, decidió implicarse en el conflicto sirio brindando apoyo preferentemente a los sectores islamistas del autodenominado Ejército Sirio Libre.

La frontera turca se ha convertido, junto con el dinero a espuertas de Qatar, en un elemento clave para entender algunos de los éxitos militares de los rebeldes en el norte de Siria (a día de hoy el frente de Alepo es el más estable en términos militares). Tampoco hay que desdeñar el papel del régimen de Jordania, otro refugio estratégico de los rebeldes.

Destaca, asimismo, el papel del régimen teocrático de los Saud. Paladín del wahabismo más estricto (una interpretación casi prehistórica del islam), Riad es el principal valedor de los grupos yihadistas, que han ganado en protagonismo en la guerra siria, provocando, con su alineamiento con Al Qaeda, el retraimiento de las potencias occidentales.

El mapa se completa con un Irak que se ha convertido en un espejo deformante en el que se mira, despavorida, la población siria. Con un conflicto sectario en ciernes que pone los pelos de punta, los yihadistas iraquíes han decidido hacer el camino contrario y atacar a quien les defendió con motivo de la invasión de Irak. La Siria de Al-Assad se convirtió entonces en refugio-lanzadera de la resistencia iraquí. Y ahora se ha convertido en su objetivo.

En la otra cara de la moneda, el a los ojos de tanto antiimperialista Gobierno colaboracionista iraquí (dominado por los chiíes) apoya a Siria siquiera logísticamente (hay quien asegura que incluso con el envío de milicianos chiíes al frente).

En este escenario, endiablado para los que, de uno y otro lado preideológico gustan de visiones maniqueas, hay que contemplar la implicación (en distintos grados) de las grandes potencias internacionales.

La cuestión iraquí nos remite en primer lugar a la posición de EEUU. Sin obviar su apoyo bajo manga o incluso por delegación a través de aliados regionales como Turquía y Jordania a grupos de rebeldes, el presidente Barack Obama se resiste a una implicación directa a riesgo incluso de caer en trampas dialécticas tejidas por él mismo.

Es lo que le ocurrió cuando, tras fijar como una línea roja el uso de armas químicas, tuvo que recular amparándose en la falta de pruebas. Este regate le ha supuesto duras críticas por parte de la belicosa oposición republicana, pero parece contar con el aval de la mayoría de la opinión pública estadounidense, harta de las aventuras militares bushianas en en el propio Irak y en Afganistán.

Y es que muchos no olvidan el precedente afgano, cuando la CIA armó a unos islamistas para luchar contra los soviéticos y contra los que EEUU se vio finalmente embarcado en una guerra de la que, en palabras del propio Obama, tendrá que salir algún día aunque ciertamente no sabe cómo hacerlo.

Eso, y la convicción de que no le conviene abrir un frente con una Rusia decidida a reivindicar su papel central en el conflicto Sirio, ha llevado a Washington a alinearse con Moscú en la convocatoria de la segunda conferencia internacional de Ginebra, prevista para este mes.

Todo apunta a que Rusia aspira a una negociación que desemboque en un escenario de transición ordenada como el que Arabia Saudí impuso, con la aquiescencia de Washington, en Yemen. Una solución que mantenga intactos sus intereses estratégicos (incluido su único puerto militar en el Mediterráneo, el de Tartus).

La apuesta es fuerte y Rusia trata de apuntalar a su aliado sirio con el anuncio en torno al anuncio del suministro a Damasco de su propio sistema de misiles S-300 (una versión del Patriot estadounidense, instalado ya en la frontera turca).

Fuentes militares rusas desmintieron que el primer cargamento de misiles haya sido ya enviado a Siria, tal y como adelantó Al-Assad, interesado en disponer cuanto antes de un seguro contra algo más que eventuales bombardeos o imposiciones de zonas de exclusión aérea.

Cierto o no, el Kremlin acompañó el desmentido con un nuevo aviso, el de la posible venta de una decena de cazas Mig-29. Lo que demuestra que Rusia está utilizando la amenaza de rearmar a su aliado como una palanca en la guerra de posiciones en torno a la cuestión siria.

Y eso está poniendo muy nervioso a Israel, que siempre ha mantenido como su única máxima la garantía de su supremacía militar en la región.

Israel asiste con creciente preocupación a la deriva de la guerra. De un lado, la creciente implicación de Hizbulah, con sus posibles contrapartidas en materia de arsenal militar, le pone los pelos de punta, de ahí sus sangrientos avisos (ya van tres) con bombardeos contra objetivos en Siria. Y teme como al diablo un eventual triunfo de la revuelta, en el formato que sea (yihadista, revolucionario...).

Sabe que tendría todas las de perder, empezando por sus ocupados Altos del Golán. Y añora los tiempos en los que evocaba negociaciones con Al-Assad Porque sabe que si este triunfa tampoco volverán.

Rusia quiere a Al-Assad en la mesa de la conferencia de Ginebra. Y lo quiere no atado de pies y manos dispuesto al sacrificio, como añoran las potencias occidentales. Porque aquí no solo amaga Moscú, cuya táctica de mostrar su surtido escaparate militar responde a la amenaza de la UE de levantar el embargo oficial de armas que pesa, también, sobre los rebeldes.

Forzados por Gran Bretaña y en menor medida por una Francia que ha perdido parte de su ardor guerrero, los Veintisiete decidían el final del embargo pero congelándolo en la práctica durante dos meses en espera de «resultados» en la cumbre.

Todos juegan, amagan y amenazan en una guerra de posiciones que se superpone, y al final nutre, a la guerra civil siria.

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