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Jule Goikoetxea Investigadora en Cambridge y UPV-EHU

Presas y presos políticos

En un artículo publicado hace año y medio (08-12-11, «Deia») se decía que si los habitantes de un pueblo se reúnen para dialogar en torno a las montañas que rodean su territorio y establecer su altitud será imposible llegar a un acuerdo en torno a las montañas si para ciertos habitantes no existe ninguna montaña. De igual manera, si una parte de la sociedad vive, ve o percibe que hay presas y presos políticos, es decir, «preso político» es un objeto de su discurso, mientras que otros no lo perciben ni incluyen en su discurso, la comunicación en torno al tema es imposible y el conflicto discursivo se vuelve el eje del conflicto político, dado que aquellos que no reconocen la existencia de «presos políticos» han de negar también un «conflicto político». Pero este conflicto discursivo es precisamente lo que indica la existencia de un conflicto político.

En la sociedad vasca hay ciertos grupos que perciben de forma evidente la existencia de presas y presos políticos, mientras que otros perciben criminales o terroristas. Cada una de estas evidencias tiene sus propias lógicas. Así, para quienes el único conflicto era militar, ahora pasa a ser un conflicto moral, donde los delincuentes, en un ejercicio impecable de retórica aristotélica, son los malos. Para el PP, UPyD y PSE no hay conflicto político porque no hay nación vasca. Y como no hay nación vasca, los y las vascas no tienen derecho a decidir su futuro. Y, por tanto, no hay ningún conflicto político. Si no hay conflicto político, no puede haber presos políticos. Impecable.

El PNV, en cambio, al permitir que se niegue la existencia de presos políticos permite que se niegue de un plumazo la existencia del conflicto político y de la nación vasca, o del sujeto político vasco, dado que si este existiera, la negación de su derecho de autodeterminación (incluida la negación de los derechos que este último conlleva) implicaría un conflicto político, pero si se admite este prolongado conflicto político, se admite la prolongada existencia de presos políticos. O quizá haya montañas que sólo existen a ratos.

Cuando en el diálogo lo evidente (la existencia -o no- de presos políticos) pasa a ser evidente solo para algunos, es cuando surge el conflicto discursivo, es decir, «la repetición constante de contradicciones que no pueden ser neutralizadas mediante el propio diálogo» (ibídem), menos en un parlamento. Esto se debe a que en el diálogo no se puede modificar aquello que está construido de antemano, lo preconstruido socialmente, y esto significa que solo desde el diálogo no se puede modificar lo real, es decir, lo que para un discurso aparece como lo evidente. El objeto discursivo «preso político» no lo crea el individuo que habla y, por tanto, tampoco lo puede destruir. Porque yo niegue la existencia de «presos políticos» estos no desaparecen. Pero tampoco desaparecen porque PP, UPyD y PSE lo nieguen. Para que una realidad social (como su nombre indica) deje de existir, un paso necesario, aunque no suficiente, es que gran parte de la sociedad niegue dicha realidad.

La realidad es una construcción social articulada mediante el discurso, y el discurso no es una enmienda, un conjunto de enunciados o un debate entre parlamentarias, es una práctica social, por ello es muy difícil transformar los objetos/sujetos discursivos (un «preso político» en un «terrorista» por ejemplo) por el simple hecho de decir X es Y, no Z. Es cierto que las instituciones, no digamos las estatales, tienen un poder extraordinario a la hora de producir y reproducir realidad, de hacer que X sea Y, no Z; por ello la negación en el Parlamento vasco de «presos políticos» tiene su importancia. Sobre todo porque dichas instituciones tienen instrumentos que el resto no tenemos para llevar a cabo lo que hablan, es decir, para practicar su discurso y crear así realidad, o destruirla.

Pueden, a partir de lo dicho en el Parlamento, criminalizar (mediante el sistema judicial) a los sujetos de dichos discursos para encarcelarlos o tratar de invisibilizarlos (mediante sistema represivo y ejecutivo) y evitar así que dichos sujetos y sus discursos alcancen posiciones desde donde puedan producir realidad de manera más efectiva (léase controlando el sistema judicial, ejecutivo o represivo).

Como vemos, en estas batallas de sentido entre adjetivos y sustantivos (preso común, político, criminal...) está en juego el cuerpo en su sentido más sólido. Es decir, que los cuerpos no son encarcelados por lo que hacen, stricto sensu, sino por aquello que dicen al hacer. Por el significado de lo que hacen.

Una no es encarcelada por blanqueo, fraude o tráfico, sino por la posición que ocupa al blanquear, defraudar y traficar. No es lo mismo ser Bankia que la Reserva Federal, ni tampoco ser Draghi, el Pocero o Manolito Melenas, el camello. No es lo mismo matar con uniforme que sin él, ni maltratar a mujeres que a hombres. No es lo mismo que Mintegi hable de presas políticas que lo haga Rajoy o Alfon. Por tanto, no se trata de lo que se hace, sino desde donde se hace, y ese donde es el lugar en el que las personas toman su identidad (como miembro del ejército, del PP, como banquera, desempleada, vasco o gitana). Lugares jerarquizados e identidades por tanto jerarquizadas sobre las que se erigen realidades de primera y de segunda, personas de primera y de segunda, países de primera y de segunda.

Eso es lo que se pretende con la proposición no de ley por la que se niega la existencia de «presos políticos». Se trata no sólo de jerarquizar identidades, sino de destruirlas para hacer así desaparecer un colectivo, un país, una realidad social. Pero la realidad es tozuda aunque esté construida discursivamente, o quizá por ello. Así, la proposición del Parlamento vasco de negar la existencia de «presos políticos» es también la muestra de la existencia de presos políticos. Igual que la suspensión por parte del Tribunal Constitucional de la declaración de soberanía de Cataluña indica la existencia del sujeto político catalán. Y ambas acciones son muestra de un conflicto político.

No bastará con hablar o abstenerse, habrá que crear y recrear realidad y evidencia mediante la movilización y la protesta, mediante las microprácticas sociopolíticas que construyen nuestro día a día, en cada taller, en cada plaza, en cada escuela y en cada casa. Prácticas que conduzcan a que una amplia mayoría viva el conflicto como político, los arrestos como políticos, la tortura como política y los presos y presas como políticas. La violencia y la política siempre han ido de la mano.

Quien tenga dudas que se atreva a ser algo prohibido.

Hay cierto tipo de violencias que se pueden regular, se pueden incluso reducir, pero no se pueden despolitizar. Quien intenta despolitizar la violencia en nombre de los derechos humanos, como hace el PNV al decir que sólo aquellos encarcelados por sus ideas son presos políticos, significa que los actos violentos dejan de ser políticos por el mero hecho de ser violentos. Lo que esto esconde es la necesidad de hacer creer a la población que la política y la violencia son en democracia incompatibles, precisamente para que sean ciertas instituciones políticas las que tengan el monopolio de dicha violencia.

Sería una falta de visión democrática el utilizar el discurso de los derechos humanos para que la gente, en vez de hacer política, se ponga a hacer sermones.

Quien quiera despolitizar los derechos humanos es mejor que se dedique a gestionar el agua divina. No queremos que nuestra clase política sea una clase de bonachones juristas universales. Queremos que sea eso, política.

Pero si pretenden hacerse con el monopolio de la política para decidir quién y qué es político, la partida está perdida de antemano, porque para su desgracia, nuestra existencia, la existencia del pueblo al que representan, es toda ella política.

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