La defensa de unos pocos manifestantes de uno de los pocos espacios verdes de Estambul, el parque Gezi de la plaza Taksim, que el Gobierno turco pretendía convertir en un centro comercial, ha sido el catalizador de los mayores disturbios en una década contra el primer ministro, Recep Tayyip Erdogan. Turquía, con su historia llena de golpes militares, tiene a una gran tradición de protestas y de resistencia popular, pero esta vez, a pesar de lo que diga Erdogan -que las protestas son ideológicas y protagonizadas por la crème de la crème de la sociedad turca-, no han sido los sindicatos ni los partidos quienes la han organizado. No hay líderes ni coordinadores institucionales, sino gentes de todos los sectores, principalmente jóvenes, que han protagonizado una protesta generalizada que está por ver en qué se convierte. Quizá sea aventurado hablar de una «primavera turca» pero, por primera vez, Erdogan siente la presión de la calle, de su pueblo que desafía sus crecientes ambiciones autocráticas.

Con una concentración de poder cada vez mayor y su marcada agenda conservadora e islamista, Erdogan se ha caracterizado por comportarse como un patriarca: «¡Tened más hijos!», «¡Bebed suero de leche y no cerveza!», «¡Quien esté contra mí, está contra Dios!»... Pero los jóvenes turcos no quieren sermones. Y luchan por un futuro para Turquía diferente y más abierto.