La ya emblemática plaza Taksim de Estambul, epicentro de la revuelta que ha puesto en jaque a Erdogan, un presidente que juega a ser sultán, ha sido desalojada. El uso masivo de gases lacrimógenos -y el supuesto uso de gas pimienta-, agua a presión, balas de plástico y palizas policiales ha enervado aun más los ánimos y la indignación que irradian las protestas. Es significativo que el desalojo se haya efectuado en vísperas de la reunión que el primer ministro había anunciado para hoy con los manifestantes -interpretado por muchos como una rama de olivo, un gesto para desatascar el bloqueo-. Y amenaza cualquier salida dialogada a una revuelta que sigue ganando amplitud.

Turquía, presentada mundialmente como una historia de éxito neoliberal (y en el mundo musulmán como un modelo de democracia), está ahora en pie de guerra. Como en otras revueltas, la pregunta está en el aire: ¿Taskim es solo espontaneidad o también dirección consciente? ¿Hay fuerza o alianza de fuerzas capaces de proporcionar dirección y la unión de los diversos movimientos que participan en este intento decidido a derrocar a Erdogan? Nada garantiza qué dirección puede tomar la indignación.