La Diputación de Gipuzkoa presentó ayer su Plan de Derechos Humanos, Recuperación de la Memoria y Convivencia, cuyo objetivo es profundizar en la protección y promoción de los derechos humanos para la búsqueda de una convivencia normalizada. A tal fin, pretende también superar y reparar el daño causado a las víctimas de todas las violencias generadas por el conflicto, garantizar su derecho a la verdad, justicia y reparación, y contribuir a la construcción de la paz.

Una de las principales virtudes del proyecto es que desecha todo atisbo de sectarismo, característica que de forma premeditada o involuntaria ha lastrado siempre este tipo de iniciativas institucionales, en las que, en el mejor de los casos, se ha categorizado a las víctimas en función de sus victimarios. Iniciativas en las que el sufrimiento se ha visto acentuado o atemperado según quién lo ha generado, sin considerar que las lágrimas son igual de amargas para todas las personas y que el dolor causa a todos la misma congoja. Es además un plan integral, que amplía el foco a todas las vertientes de un conflicto con múltiples protagonistas, al contrario de lo que promulgan quienes equiparan la paz con la ausencia de violencia de una de las partes. Y es una propuesta de avance que, partiendo de una justicia transicional, adaptada a la nueva realidad, quiere sanar las heridas y lograr una reconciliación real.

La actualidad de este país es tan caprichosa que ha querido que en la misma semana hayan coincidido la hoja de ruta para la paz y la convivencia de Lakua y el Plan de la Diputación guipuzcoana. Siendo manifiestas las diferencias entre ambas iniciativas, sería un error intentar opacar alguna de ellas por un mal entendido afán de liderazgo institucional. Lo importante es la capacidad que tengan de generar consensos y aunar voluntades. Por eso, una de las cosas más importantes que se dijo en Aiete es que se trata de un plan abierto a recibir aportaciones, y la mejor noticia sería que esa disposición fuera compartida por el resto de agentes.