Los militares egipcios, según los valedores del golpe, eran la garantía para restablecer el orden, unificar la nación y proteger a todos los egipcios. Las evidencias se han encargado de demostrar la falacia de ese argumento: masacre de medio centenar de personas que rezaban en una protesta de los Hermanos Musulmanes, órdenes de arresto y desapariciones masivas de líderes de la hermandad, una «hoja de ruta» que reinstaura de facto el régimen de Mubarak... El golpe militar es una vuelta a las ilegalizaciones y a la caza de opositores que puede devenir «incontrolada». Además, Egipto se ha convertido en un escenario donde las rivalidades árabes ajustan sus cuentas y, mediante el patronazgo vía donaciones multimillonarias, compiten por esferas de influencia. Turquía y Qatar, defensores y pagadores de Morsi, contra Arabia Saudí, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos que se han apresurado a inundar con miles de millones de petrodólares las arcas que controlan los militares egipcios.

Quienes planificaron el golpe como una imposición de hechos consumados, ante la inminencia del Ramadán y antes de que la oposición se organice, han planificado su fracaso.