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Antonio ALVAREZ-SOLíS | Periodista

Rebeldes

«Nada significa ya lo que significaba según la tradición», sostiene el autor, que denuncia que los poderosos se han apoderado del lenguaje por medio de la alteración de sus significados. En concreto, se centra en el ejemplo de la palabra «rebelde», su derivada «rebeldía» y «la obediencia debida» que puede amparar o condenar la rebeldía. Critica que se haya retirado «lo moral» de la obediencia para convertir la rebeldía en agresión al un poder corrupto, algo que ya ocurrió con Franco, «un gran destructor del lenguaje». Concluye diciendo que el Sistema ha obviado el acompañamiento moral en los términos legales que debieran legitimarlo y defiende que no puede reclamar la obediencia debida.

La actitud más dañina de quienes dominan la sociedad actual, colonizada por un fascismo que ha corrompido todos los valores, sea quizá la insolencia con que esos poderosos se han apoderado del lenguaje por medio de la alteración de sus significados. Nada significa ya lo que significaba según la tradición. Términos pulidos finamente por el paso de los siglos para transportar la verdad moral o jurídica han sido puestos al servicio de la mentira y la corrupción mediante la simple operación de despojarlos del aparato adjetivo que los validaba. Por ejemplo la voz «rebelde» o la derivada de «rebeldía».

En castellano, como en muchas otras lenguas, es rebelde quien «se rebela o subleva, faltando a la obediencia debida» (RAE). Lo de calificar la obediencia como «debida» es muy importante porque ampara o condena la rebeldía. Si la obediencia no es «debida», por exigirse abusivamente, se justifican acciones tales como una rebelión por la libertad o la justicia. Si la obediencia es «debida» la rebelión frente a ella constituye un delito. Lo «debido» expresa en este caso un contenido moralmente justo que obliga a la obediencia por tratarse de la aceptación de algo éticamente correcto.

Ahora ya no se entiende así. Se ha eliminado lo «debido», lo moral, de la obediencia, convirtiendo la rebeldía en una simple e inaceptable agresión al poder, aunque el poder sea deshonesto o corrupto. Es decir, «rebelde» es ahora quien desobedece la decisión dictada desde el espacio del dominante, aunque esa decisión sea manifiestamente injusta, con lo que se amplía escandalosamente el marco de lo penalizable. Esto lo entienden perfectamente pueblos como el vasco o el catalán en el contexto español. Dejar a los vocablos sociales o políticos sin su correspondiente matización moral nos ha instalado en un paisaje desolador.

El ejemplo de lo que hemos dicho lo tenemos muy próximo en el Estado español. Franco fue un gran destructor del lenguaje. Mediante la simplicidad y radicalidad de las locuciones que empleaba, a las que privó de su trascendencia ética, logró transformar su sangrienta rebelión en una terrible máquina legal de destrucción. Por ejemplo, el término «rebelde» a secas le permitió la práctica del crimen hasta límites de horror. Franco se unió con ello a la política de holocaustos que nació en aquella época y que ahora se emplea con la mayor desenvoltura.

Franco, que era patológicamente un gran cínico, sabía perfectamente que la «obediencia debida» sólo era reclamable por el gobierno de la República, a la que habían respaldado las masas españolas. Por tanto decidió renunciar a la cláusula de la «obediencia debida» en su alzamiento, que cambió por la estricta y corrupta «obediencia a su cruzada» y basado en ello declaró que los «rebeldes» no eran él y los suyos sino quienes se enfrentaban moralmente a él desde Constitución; una Constitución criminalmente agredida por los sublevados, que antes la habían jurado como ciudadanos y en múltiples casos, y esto es más grave, como militares. No hay que olvidar que la mayoría de los mandos superiores fueron asesinados de un modo bárbaro por su lealtad al régimen republicano. La rebelión perjura de Franco no sólo cubrió de sangre el país sino que puso en marcha un aparato de represión que duró cuarenta años y que ahora se ve prolongado en sus sucesores ideológicos.

De ahí, también, la inexcusable apertura de una causa general al franquismo, ya que los delitos contra la humanidad no prescriben, según el derecho teóricamente reconocido en la hora actual. Sin esa causa general, el franquismo y los que aún lo salvaguardan con su ideología y con su política, habitan en la ilegalidad por muchas leyes que promulguen en defensa de su cacareada legitimidad moral. Esa legitimidad no existe y, por el contrario, sí existe la legitimidad de los rebeldes actuales ante el aparato de un Estado que practica lesivamente la intangible unidad española respecto a una parte de la sociedad agavillada en ese Estado. España sigue infectada por el mantenimiento de una legalidad viciada que pretende estar redimida por el paso de un tiempo vacío de moral. Las leyes y el palio no redimen nunca el error.

Yendo ahora a la actualidad parece evidente que se multiplica por días el uso del término «rebelde» en su aplicación a los que combaten poderes política y moralmente corrompidos. Supuestos «rebeldes» que no atentan contra la «obediencia debida» porque esa obediencia a la que les acusan de faltar es una obediencia absolutamente indebida. La degradación ética de la política en la inmensa mayoría de los Estados ha alcanzado grados de putrefacción increíblemente profunda. Frente a ella no se puede juzgar como «rebeldes o traidores», que para el caso es lo mismo, a quienes se levantan contra los abyectos comportamientos de las potencias para dominar al mundo. Resulta secundario que en el comportamiento de esos «rebeldes» pudiera detectarse un fondo con algún légamo, lo que habría que demostrar en todo caso. Aunque esos «rebeldes» no fueran a veces ejemplares, sus servicios frente a la tiranía podrían absolverles de tales antecedentes. La «denuncia debida» también ha de contar en el juicio biográfico que hagamos de los denunciantes. Denunciar a los falsificadores de la justicia y la lealtad obliga a todo ciudadano. Quien no denuncia la corrupción, de cualquier forma posible, queda incluído en el aforismo de que quién es causa de la causa es causa del mal causado.

¿Y acaso no son los ciudadanos que fabrican, mantienen o disculpan a los corrompidos poderosos «causa» mediata de esa corrupción? Mas ¿existen, en cantidad suficiente, esos  ciudadanos que con su silencio o adhesión hacen que el seísmo moral alcance a todos? Existen.

El derrumbamiento de un Sistema social suele ir acompañado por una retórica que succiona a los incapaces de protagonizar el papel que les corresponde como depositarios, al menos en teoría, de la soberanía. Esos ciudadanos hablan de «rebeldes» a boca llena, con una carencia absoluta de solidez intelectual. Los vascos y los catalanes conocen perfectamente el asunto. Cuando se viene abajo el tinglado de la farsa los relapsos reclaman los caudillajes que les releven de ejercer el protagonismo que es «debido». Quizá, como dice Eduard Subirats, «el miedo al caos es una constante social de nuestra civilización».

Leer muchos de los mensajes enviados a los medios de comunicación bajo el recurso despreciable del anonimato estremece a todo espíritu que aspire a la luz de la razón. Yo me pregunto si tales corresponsales ocultos en la sombra no pueden entenderse como parte de esa corrupción. Hay en esos correos, como en los artículos de muchos colaboradores de prensa y periodistas, simplezas como la condena de otros ciudadanos por ser «antisistema», con lo que declaran que el Sistema es para ellos una forma excluyente de asentarse en la vida política, social y económica. Eso es lo que precisamente ha de entenderse por fascismo.

El Sistema ha obviado el acompañamiento moral en muchos de los términos legales que debieran legitimarlo. El bien y el mal se han tornado equívocos al convivir en torno a intereses vacíos de ética. Todo ello ha hecho del Sistema una herramienta opresora y despreciable; un Sistema policial apoyado en una justicia tendenciosa, en leyes prevaricadoras, en un bipartidismo reductor de la innovación política. En algo que no puede reclamar «la obediencia debida».

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