Hay que hacerse preguntas para que no vuelva a ocurrir
Resulta complicado editorializar sobre una tragedia como la de Santiago. Son muchos muertos, mucho dolor. Es muy reciente y por el momento hay más preguntas que respuestas. Se corre el riesgo de hacer demagogia. Pero, con toda la cautela posible, es necesario hacer una reflexión que ayude a acertar en las preguntas, que enfoque los debates, que trascienda la conmoción y el amarillismo. Concentrarse en el sufrimiento no es necesariamente síntoma de una mayor sensibilidad, puede ser señal de querer ocultar otros asuntos. Lo que exige la memoria de las víctimas es aclarar qué ocurrió, por qué y, sobre todo, qué se debe hacer para que, hasta donde se pueda esquivar a la fatalidad, no vuelva a ocurrir. Por lo tanto, analizar desde un punto de vista político lo ocurrido, sin sensacionalismos ni especulaciones, no es señal de falta de respeto para con las víctimas, sino pura responsabilidad pública.
A falta de conclusiones, a estas alturas se puede afirmar que un accidente de esta naturaleza no tiene una única causa, mucho menos un único culpable. Al centrar toda la responsabilidad en el maquinista, algunos medios y políticos pretenden tapar otro tipo de responsabilidades, aquellas que tienen que ver con una manera de hacer las cosas, con problemas estructurales de un estado que ha vendido una imagen de modernidad irreal, de desarrollo mal concebido, la imagen de una supuesta potencia con pies de barro. Es evidente que el conductor del tren, por las razones que sean, perdió el control del mismo y entró en la maldita curva a mayor velocidad de la establecida. A partir de ahí, resulta lógico preguntar por qué no existían los automatismos mínimos para evitar esa contingencia, por qué no estaban vigentes en ese tramo los estándares europeos en seguridad, por qué en el proyecto no se priorizó la seguridad sobre otros criterios, cuántos puntos negros como este hay en la red ferroviaria española, cómo ha evolucionado el presupuesto de mantenimiento, cuánto dinero se ha gastado en líneas que están en vía muerta. Estas y otras muchas preguntas, la mayoría relacionadas con decisiones políticas y económicas, todas ellas pertinentes, evidencian que además de como un desgraciado hecho el accidente de Santiago debe ser tenido en cuenta como un síntoma de fallas estructurales.
Demagogia española, descontrol europeo
Se ha acusado a quienes han puesto estos temas encima de la mesa de demagogia. Demagogia es la «degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder». En el tema de las infraestructuras esto empieza hace mucho, al pretender hacer creer a la sociedad española y al mundo que, aun habiendo dejado fenecer la red de tranvías y sus servicios, solo gastando el dinero de fondos europeos en cuatro o veinticuatro trenes-bala, España podía ser una potencia mundial en transporte ferroviario. Lo mismo respecto a otras infraestructuras. Demagogia es sostener que para un estado con un índice de paro inaceptable para un país desarrollado, con una estructura económica anquilosada, con un sector financiero en quiebra y rescatado con fondos públicos, con una corrupción sistémica asociada precisamente a la construcción, territorialmente desvertebrado, con unas desigualdades sociales crecientes... -todo ello sin entrar en cuestiones netamente políticas como el fraude de la Transición o la escasa cultura democrática-, la prioridad estratégica era la alta velocidad ferroviaria, fardar de las mejores autopistas de Europa o tener la mayor densidad de aeropuertos. Todo ello sin correlación con la función de esas infraestructuras: transportar personas y mercancías.
En este punto hay que denunciar que las inversiones para la cohesión europea han dado pocos frutos más que la foto de políticos inaugurando todo tipo de infraestructuras. La imagen de José Blanco y Alberto Núñez Feijóo inaugurando la línea siniestrada es un buen ejemplo de ello. Que en el afán por lograr esas fotos el criterio de la seguridad ha quedado relegado a un segundo plano es ahora mismo algo más que una sospecha. La única actividad económica que realmente dinamizó los fondos europeos fue la de la construcción. Sirva para ilustrar esta mentalidad una anécdota sobre los fondos europeos y el Estado español. En el reparto de fondos europeos para la cohesión, algunas regiones españolas han sido insaciables y han proyectado y construido carreteras, puertos, trenes... La Unión Europea ha donado millones y millones de euros con el argumento de que debía ayudarse a las zonas menos desarrolladas para que alcanzasen o se acercasen a las más punteras. La línea Madrid-Galiza, por ejemplo, ha sido cofinanciada por el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER). Cuentan que, ante la reclamación por parte de uno de los gobernantes de una de esas comunidades españolas para que se invirtiesen más fondos de cohesión en su territorio, uno de los responsables del reparto de dichos fondos le respondió así: «Mira, las autoridades europeas ponen el dinero para las carreteras, los puertos, los aeropuertos y las vías férreas. Ahora bien, las mercancías y los camiones, los barcos, los aviones y los trenes que deben transportarlas, eso lo tenéis que poner vosotros». Resulta incomprensible que los mismos que ahora exigen al Gobierno español reformas laborales, fiscales, incluso constitucionales, no hayan tenido la más mínima exigencia y control cuando se despilfarraban esos fondos.
En definitiva, si de una tragedia como esta lo único que sale es un chivo expiatorio, un reforzamiento virtual del orgullo patrio, el acrecentamiento de los prejuicios europeos y ninguna responsabilidad ni lección en positivo y a futuro, la memoria de las víctimas no será más que un acto individual de misericordia y consuelo, legítimo y positivo, pero poco fructífero.