Lejos del hogar todo debiera tomarse con la correspondiente distancia. Cuanto más lejos, más diluidos debieran quedar nuestros fantasmas, como si fueran parte de un pasado que en alguna ocasión visitamos y del que poco nos queda ya en la memoria. Así debiera ser, y así suele suceder a veces. Otras, el pasado nos visita y vuelve a depositar las cartas que devolvemos en nuestro buzón, sin haberlo solicitado, sin tan siquiera desearlo. El verano y su correlativa época vacacional suele ser un punto y aparte en el trasiego de cada curso, de cada año de nuestras vidas... «Verano de 2013. Nada de lo que pudiera hacer podría ya cambiar los acontecimientos que estaban a punto de suceder...». Así podría comenzar cualquier relato, cualquiera de nuestras historias comunes y corrientes pero fantásticas al mismo tiempo. La estación de lo pasajero, de lo efímero, de las vivencias que el calor evapora sin piedad... Creo que a estas alturas ya me han tatuado en una de mis alas, y a fuego, la canción del verano y eso de la obligatoriedad de ser feliz aun sin habérmelo buscado. De momento entiendo la felicidad leyendo, le doy fin a «Nora ez dakizun hori» de Irati Jimenez. Después me espera «Armadale» de Wilkie Collins, una novela que comienza hablándonos de los viajeros: «Se abría la temporada de 1832 en el balneario de Wildbad. Las sombras del atardecer comenzaban a tenderse sobre la pequeña y tranquila ciudad alemana, y la diligencia se esperaba de un momento a otro...». Mientras observo como regresan los barcos después de pescar, ese suele ser uno de esos momentos que se repiten cada verano, como si no pasara el tiempo. Solo cambia el libro que tengo entre mis manos. Pero esa, es ya otra historia.