José Ángel Saiz Aranguren | Profesor de filosofía
Saber y sabor de la filosofía
La formación de personas lúcidas y reflexivas, así como ciudadanos críticos y dialogantes, es marginada en toda la enseñanza obligatoria
Más me hielo si más ardo/Dijo a Eloísa, Abelardo. (Tuvo la filosofía -cuando lo quiso tener-,/ más que de un querer saber -de un saber que no quería-:/ que es un sabor de poesía...-¡Oh sabia sabiduría!-/saborear el no ser!...). No sepamos tan deprisa,/ dijo a Abelardo, Eloísa.» (José Bergamín, «Saber y sabor de la filosofía»).
Entre apuntes, libros y artículos me aventuro al difícil camino de defender la unión entre pensamiento crítico y educación; es decir, la filosofía. Leo y apunto lecciones de Javier Muguerza, García Calvo, Gómez Pin, Adela Cortina, Savater, Victoria Camps, Marina, Sádaba y un largo etcétera que han ido formando el compromiso intelectual de nuestra época. Escucho debates donde los filósofos tienen una participación importante en sus análisis de la realidad. Angel Gabilondo fue ministro de educación. Daniel Innerarity ha recibido el premio Príncipe de Viana a la Cultura por su tarea en el conocimiento social. No se trata de una reivindicación laboral, sino de unas personas comprometidas con un ideal docente y educativo que se va perdiendo con esta Ley de educación.
Nunca he entendido ese castigo infantil que consiste en ir al «rincón de pensar» cuando haces una trastada. Pienso que es una forma de identificar el pensamiento con lo incómodo y lo malo. Es una penitencia que acabamos odiándola. Este síndrome conductista padece el ministro Wert con la nueva Ley de educación (LOMCE). Arrincona el pensamiento crítico a la suerte de Dios educándonos como sacristanes. Pensar es luchar contra ese discurso impuesto y cerrado que me coarta y no me deja cantar, exclamar, disuadir. La nueva formación educativa se basa en saberes de carácter básico (lengua, matemáticas, idiomas...) y útiles para su inserción laboral. Todos los estudios de artes y humanidades quedan en el olvido. Es una concepción economicista y tecnocrática del conocimiento. Es lo que la filósofa americana Nussbaum llamó la «crisis silenciosa». La formación de personas lúcidas y reflexivas, así como ciudadanos críticos y dialogantes, es marginada en toda la enseñanza obligatoria. Entre otras cosas, segrega al alumnado por su rendimiento y hasta por su sexo, la formación moral se intercambia con la religión católica y elimina dos de las tres asignaturas filosóficas impartidas en toda la democracia. Desaparecen las asignaturas comunes de Etica y educación cívica (en 4º de la ESO) y de Educación para la Ciudadanía (en 3º de la ESO) y vuelve a utilizar a la Etica como moneda de cambio de ser intercambiada por la enseñanza de la religión católica. También elimina la asignatura troncal de Historia de la Filosofía en 2º de Bachillerato, que pasa a ser una optativa entre más de 12, entre ellas religión católica que se incorpora al currículo de Bachillerato al mismo nivel que la Historia de la filosofía y con el profesorado elegido por el Arzobispado. Contradice las recomendaciones de la UNESCO que en su informe «Filosofía, una escuela de libertad» (2007) atribuye a la filosofía un papel formativo fundamental y por ello considera que debe formar parte del currículum básico del alumnado en todos los sistemas educativos del mundo. También la LOMCE se aparta de sus propios objetivos formativos, pues en su preámbulo señala: el aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con el pensa- miento propio.
Señor ministro, hay una vinculación profunda entre democracia y filosofía porque la filosofía no es solo un conocimien- to escolar sino una disposición humana que conviene revitalizar para que la semilla democrática no se paralice. Porque no se trata solo de saber cómo vivía Platón o se las arreglaba Descartes para vivir bien, sino de comprender mejor las perplejidades cotidianas. Es decir, tratamos de explicar lo que el sentido común calla. Pero, ¿para qué sirve esto? Nos atiborramos y conformamos de hechos de lo que sucede y por eso la filosofía no nos sirve para nada... para nada más que para aprender a vivir. Somos los expertos en el ser y la nada. Pero, ¿quién sabe con certeza lo que hay que saber del mundo y la sociedad? Hoy en día nos informan los periódicos, la TV, los expertos. Podríamos decir con Ortega que la filosofía es incompatible con las noticias y la información. Intenta reflexionar sobre esa información y vincular el conocimiento con los valores, para saber cómo vivir mejor. Por tanto, no se aprende filosofía, sino a filosofar; es decir, se enseña un camino para el pensamiento libre y antidogmático, que es lo que necesita hoy la sociedad democrática. Nietzsche veía al filósofo como al médico de la civilización que cura a esta de dogmatismos enfermizos. Si realmente estamos en una crisis de valores importante debemos desarrollar el talento para potenciar la autonomía de cada individuo y no la unificación social. El mundo resucita cuando se reflexiona críticamente sobre él. Si humanizar es una tarea de la educación, no puede prescindir de la filosofía y querer seguir siendo humanizadora.
Quizás la educación es una asignatura demasiado seria para dejarla en manos de intereses partidistas y electorales. Además, la educación oficial no es tan eficaz como suponen. Muchos hemos logrado escapar de ese destino instructor que algunos profesores nos impusieron. ¿Tendría razón Freud cuando adelantó que había tres tareas imposibles: gobernar, psicoanalizar y educar? Ya en la antigua Grecia, Sócrates fue condenado a beber la cicuta acusado de corromper a los jóvenes seduciéndoles con su pensamiento. Esto me enseñó a considerar el filosofar como un strip-tease hecho por medio de un pavoneo especulativo que tiene como pasos la exhibición, la provocación y la seducción. Y es que, a veces, tener un pensamiento es como tener una erección. Reducida toda reflexión a la nada, la filosofía sigue siendo ese tábano que se clava para despertar el pensamiento arrinconado por el castigo. Ahora bien, ya lo dijo Schopenhauer en Parerga: filosofar hasta cierto punto y no más.