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José María Pérez Bustero | Escritor

Oler a vecino

En estos días de fiestas en pueblos y ciudades de Euskal Herria, el autor repara, además de en las imágenes más evidentes, en «un substrato social importantísimo»: el sentido de vecindad. Aboga en su artículo por ejercerlo y fomentar esa actitud de vecindad que también se encuentra en expresiones no festivas y de la que destaca su potencialidad política y la necesidad de tomar conciencia de que ser vecino es «contigüidad y, a la vez, vivir dentro de recursos y necesidades comunes». La cima de ese sentido, concluye, sería ser consciente de que se es sujeto de decisiones en lo concerniente al barrio o pueblo.

En estos meses son docenas los pueblos que celebran sus fiestas. Desde Arre, Beasain, o Meano en junio, hasta Tudela, Viana, Baiona, Maule, Barakaldo, en julio, Estella, Bera, Fitero, Deba, Marcilla, Portugalete, Elvillar, Lapoblación, Amurrio, Gasteiz o Bilbo en agosto, para llegar a las de Peralta, Bernedo o Larraga en septiembre. Entre muchas otras. Al citarlas vienen a la mente, desde luego, las imágenes de los pañuelos, bailes, txosnas, piratas y las mil expresiones de buen humor. Pero observando más a fondo, se capta detrás un substrato social importantísimo. La actitud de vecindad. Nadie pregunta al otro por su historia personal, origen y recuerdos u opciones políticas. Simplemente se le mira como a persona cercana. Además, hay una notoria organización y responsabilidad colectiva para que las fiestas mantengan su carácter, como es palpable en los mismos Sanfermines por parte de la gente de Iruñea. En ninguna de ellas hay individuos que enseñoreen la fiesta, aunque aparezcan presuntos personajes que se imaginan patronos en los balcones o procesiones. Precisamente circula por todas partes un amplio criterio desmitificador de la autoridad.

Estas características se repiten también en las fiestas que surgen a lo largo del año, como caldereros, carnavales, tamborradas, o fiestas proeuskara. En todas ellas vuelve a aparecer el sentido de cercanía, trato cordial, corresponsabilidad. Ese sentido vecinal tiene, además, otras expresiones no festivas. Cabe citar la ayuda vecinal espontánea en momentos de urgencia, las prestaciones gratuitas en beneficio público -auzolan- o los trabajos de «vereda» que dicen en Araba sobre todo para arreglar caminos. Y asimismo, aunque a otro nivel, aparece el mismo sentido vecinal en la tendencia a formar cuadrillas como grupo estable, en la proliferación de zonas de encuentro en calles, plazas, sociedades o paseos, en el tutearse de forma generalizada, o en la práctica deportiva popular. En realidad, esa actitud engarza con el instinto de paridad y autogestión que aparece una y otra vez en la historia de los vascos.

Pero hay otro elemento de gran importancia en ese sentido de vecindad. Su potencialidad política. Mientras acometemos la construcción del país y del pueblo vasco en su globalidad, el sentido de vecindad nos abre la puerta a una labor por piezas -por barrios y pueblos- que puede funcionar como cimentación del edificio en construcción. Sólo se necesita, por decirlo con términos riberos, regarlo y abonarlo para que eche rama y fruta. ¿Cuál sería ese riego y abono? Hay una primera labor tan sencilla como imprescindible. Reconstruir en la mente de los vecinos la figura del lugar donde viven. Que no tengan solo la imagen de las aceras y edificios, sino que les lleguen datos referidos a su proceso y gestación. Y a su situación actual. Tipología de sus habitantes, centros de enseñanza pública y privada, servicios de correos, agencias de viajes, oferta médica, hostelería, comercios, sociedades populares, prácticas deportivas, campo del arte, servicios institucionales, carencias urbanas y sociales, posibilidades de mejora a diversos niveles. De ese modo se asume que ser vecino es contigüidad y, a la vez, vivir dentro de recursos y necesidades comunes.

Paralelamente, hay que promover una actitud social de enorme trascendencia. Y simple a la vez. La aceptación de la diversidad. Vivir en un pueblo o barrio y tener sentido de vecindad no exige ser iguales, sino asumir como normales los contrastes. Son diferentes las historias personales de cada uno, las circunstancias laborales, los antecedentes familiares, la procedencia, la edad. Las opciones electorales. La diversidad no hace forasteros ni extraños a «los otros». Los otros somos nosotros. La diversidad solo es desgracia cuando no se la acepta. En una tierra como la nuestra, donde la política a veces funciona como elemento rompedor y separador de personas y tierras, la aceptación de la diversidad es un elemento cultural imprescindible para convivir, entenderse y empujarse a evolucionar.

Un pequeño paso más. Impulsar a la gente para que ejerza el sentido de vecindad no sólo en la calle, sino en todos los estamentos del barrio. No sentirse apocado ante nadie. Exigir al personal de los centros de sanidad, de docencia, de correos, de oficinas bancarias, de parroquias, de empleo, de oficinas municipales, forales o gubernamentales un trato de vecinos. No hay doctores, ni gerentes ni presidentes con permiso de evitar el trato vecinal, y el hallarse al otro lado de un mostrador tampoco da categoría. ¡Trato de vecindad! Que no transmitan en su cara la consigna de «sea breve, que tengo prisa».

Hay, en todo caso, otro nivel más fino aún al que debe llevarse la conciencia de vecindad. Saberse sujetos de decisiones en todo lo que se refiera al barrio o pueblo. No somos finca de un terrateniente. Nada debe ser decidido por unos señores que están en su presunto palacio, sea ayuntamiento o gobierno del nivel que se quiera. Ni existe título dado por no sé qué elecciones que confieran potestad para ordenar desde fuera lo que ha de hacerse en mi casa. Precisamente eso ha sucedido hasta ayer. En muchos barrios y poblaciones se nota aún la mano de los mandatarios que no miraban al barrio o pueblo, sino que abrían puerta a los intereses inmobiliarios. A la vez que repartían fotos de «la ciudad», es decir, de los paseos, jardines y edificios de las zonas-muestrario. El pasado ha dejado abierto el cisma entre la parte céntrica, elegante y el resto, entendido como «la no ciudad» o zona de relleno. Basta recorrer ciudades y poblaciones para oler a rico en unas zonas y a pobre en otras.

Frente a esa herencia, ha de incrustarse en la mente del vecindario la convicción de ser sujeto decisorio de todo lo que es su barrio y pueblo. Exigir y vetar. Ese es el punto cima del sentido de vecindad. Cuando uno aterriza en esa toma de conciencia, puede decirse que entra en su verdadera madurez. ¡Saberse sujeto de decisión! Esas son las primeras letras de la ciencia de la vida. Luego ampliará la lista de momentos y temas en los que corresponde ejercer. Pero, de momento, que empiece a ser sujeto de determinaciones en su barrio/pueblo.

Marcado este trecho referido a la toma de conciencia de la gente, cabe dar un salto y llevar ese sentido de vecindad a los pasillos y vísceras de toda organización política. Y de forma directa a la izquierda abertzale. En dos direcciones. Por una parte, el sentido de vecindad debe actuar como hábito cotidiano. Alcaldes, concejales, representantes de zonas, letrados, liberados. Todos deben funcionar como vecinos. Y asimismo las organizaciones abertzales, los txokos, sedes, organizaciones juveniles. No se puede ser pueblo si no se es vecino. Tener la puerta abierta, salir a la calle, hablar y escuchar. Es la verdadera sigla abertzale.

Y, aunque suene extraño, hay que llevar el sentido de vecindad al trato con los demás partidos. Cuando predomina el tono de reyerta o la mofa, se pierde la oportunidad de construir. Tener un lenguaje vecinal, recuperarlo si se pierde por la hostilidad del otro, es un método mucho más efectivo que ponerse a la misma altura. No apestar a político. Oler a vecino.

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