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Juan Mari Arazuri | Colectivo Malatextos

Un ser extraño

 

Soy un ser extraño. Tengo esa percepción sobre mí mismo y cada día que pasa, tal y como están dejando la Sanidad Pública, veo que no me rehabilita para esta sociedad tan ordenadamente uniforme ni dios. No me excitan las hazañas de la roja. No soy de deportes olímpicos, ni de medallas, y mucho menos si tras meses de esfuerzo por parte de los deportistas, las medallicas acaban acaparando portadas entre las manos de un rey, un presidente o un ministrillo con ganas de hacer patria y... fotos, muchas fotos. No vibro con Osasuna, ni con una jota, ni al escuchar «la era», ni al ver un encierro. Ni al ver ondear en lo alto del Gorbea una ikurriña, bandera que se empeñan en sustituir por «la otra». Como escuché no se donde ni a quién, o si se trata de un chiste, yo en el asunto este de los nacionalismos y las banderas, llevo mucho tiempo siendo como el recluta que es preguntado por su sargento, sobre qué siente al ver ondear la bandera de su país. A lo que el recluta, posición «pecho-palomo» incluida, contesta: «¡¡el viento, mi sargento. Siento el viento!!» Pues eso.

Me siento ajeno de los grandes eventos que autoridades y empresas autorizadas organizan para nuestro deleite y distracción. Se empeñan, pero veo que no son para mí. Lo mismo me ocurre con el tesón que muestran estas mismas autoridades, en facilitarnos el acceso al consumo en grandes superficies con sus planes «renove» para electrodomésticos, TV, automóviles, telefonía,... Luego ya se encargarán de echarle la culpa a los manteros y las mafias de acabar con el pequeño comercio de la ciudad, pero lo que interesa es que todos compremos en el mismo lugar, las mismas cosas y que el desplazamiento lo hagamos en nuestro coche. No se me ocurre una forma más costosa de comprar una lata de tomate. Eso sí, puedes meter el coche hasta el pasillo de «Conservas». Muy cómodo.

Ah! que no se me olvide: el pequeño comercio. El pequeño comercio, al menos como lo concibo desde mi extrañeza, debería hacer referencia a ese comercio de barrio donde compras lo que necesitas, conocen tu nombre porque lo apuntan en una libreta cuando te fían si te faltan dos euros o si te has dejado la cartera en la Villavesa, donde sabes cómo coño se llama quien lo regenta... no a esas franquicias que trituran trabajadores a 5 euros la hora, para que un «desgraciao», con delirios de grandeza, se sienta un Amancio Ortega al menos durante los pocos meses que suelen durar abiertas estas sucursales de multinacional.

No me molesto en hacerme el sorprendido cuando la clase política, una y otra vez y desde tiempos inmemoriales, aparece relacionada con alguna trama de enriquecimiento exprés. Tampoco me altera ni un poco cuando los «listos» de turno son acusados y, un tribunal independiente, compuesto por las elecciones desinteresadas de los partidos en los que militan dichos acusados, los deja libres o con poca condena pero, y esto debe tener categoría de ley natural, sin que aparezca ni un euro de los... vamos a llamarlos distraídos. Me aburro cuando escucho decir que no todos los políticos y sus partidos son iguales, que los hay honrados. ¡Todo el mundo lo sabe! Lo que no parecen querer saber o peor, querer decir, es que para alcanzar el poder jugando al mismo juego que los tramposos, el de la democracia liberal, no quedan más que dos salidas: o volverte un tramposo o perder.

Estamos demasiado acostumbrados a delegar toda nuestra capacidad de decidir, a que piensen por nosotros, entre otras cosas porque nos resulta más cómodo. Vivimos en la sociedad de la comodidad y nos la hacen disfrutar a cambio de «pequeñas concesiones». Así, sí somos capaces de abstraernos de la cantidad de personas que lo están pasando realmente mal para tirar adelante con su vida -paro, desahucios, EREs, explotación...-, de lo que nos joden en nuestros trabajos, de lo que cuesta llegar a fin de mes, de lo que suben los suministros básicos, de cómo se están «comiendo» los recursos naturales las grandes empresas, de cómo el poder financiero maneja cualquier gobierno que se le antoje... y nos centramos únicamente en nuestros deseos -materiales, ¡claro!-, podemos alcan- zar ese nivel de normalidad que supuestamente nos hará felices.

Olvidarse de las personas que están en peor situación y a las que más cruelmente golpean estos periodos de crisis (o de acumulación capitalista, según se mire y tengas la cartera...); olvidarse de los dependientes, de los parados; olvidarse de la población migrante, de que por ser mujer se suele pasar peor tanto en crisis como en bonanza; olvidarse de repartir el trabajo y los recursos (también en casa); olvidarse de pelear por nuestros derechos; olvidarse de todo lo que no sea nuestro ombligo y sus circunstancias... pero no olvidarse de celebrar los triunfos deportivos, ni de excitarse con las banderas. Por supuesto no debemos olvidarnos ni de cambiar de televisor o de móvil o de coche, ni de llevarse bien con el jefe, ni de votar por quienes nos dicen que con ellos todo va a cambiar aunque no expliquen cómo,... Sé que parece mucha labor pero aún estáis a tiempo. Se puede llevar a cabo desde casa o desde el bar, mientras mandamos un «guasap» y ojeamos la prensa con nuestro portátil, esperando a que se haga el «nesspresso».

Para mí ya es tarde. Además, no paro mucho por casa y en el bar me descontrolo. Soy un ser extraño, ¡qué le voy a hacer!

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