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Catástrofes naturales y políticas catastróficas

Enclavada en una parte del planeta ciertamente privilegiada, Euskal Herria no es un país que haya sufrido grandes catástrofes naturales. Por eso, la huella dejada en el subconsciente colectivo por las inundaciones de 1983, de las que ahora se cumplen 30 años, es grande todavía. Quienes vivieron aquellos días trágicos revivirán ahora el espanto de la impotencia al ver crecer las aguas y llevarse por delante decenas de vidas. Quienes no lo hicieron se sorprenderán seguramente al conocer la dimensión de la tragedia. Para unos y otros, la pregunta consiguiente será la misma: ¿Puede aquello volver a ocurrir?

Obviamente las inundaciones se convirtieron también en una riada de solidaridad e incluso heroísmo, condiciones inherentes a la condición humana, capaz de lo peor pero también de lo mejor. Es lógico que se subraye, pero resulta sospechosa la insistencia de ciertas administraciones en poner cada vez más el foco en las respuestas ciudadanas a estas situaciones, cuando lo que les corresponde fundamentalmente es hacerse a sí mismas esa pregunta y poner todos los medios para responderla adecuadamente. En las conmemoraciones realizadas estos días y semanas ha quedado claro que tanto las tecnologías como los protocolos de protección civil han progresado muchísimo en estas tres décadas, lo que posibilitaría una mejor reacción, tanto preventiva como posterior. Sin embargo, como refleja hoy GARA en su segundo Eguneko Gaia, con ello coexiste también la evidencia de que se ha seguido construyendo -aunque se trata de áreas industriales- en zonas inundables, lo que se suma a las zonas urbanas ya consolidadas en los años 80 y que se vieron sacudidas por aquellas lluvias torrenciales, multiplicando los riesgos potenciales.

Sin incurrir en demagogias ni pecar de alarmismo, los riesgos de la modificación humana del paisaje a lo largo de la historia y en la actualidad han quedado claros en puntos diferentes de Euskal Herria estos mismos meses. Los desprendimientos y otros accidentes producidos en el Paseo Nuevo de Donostia, por ejemplo, con el trágico efecto de la muerte del joven Mikel Arzak a principios de agosto, llevan a preguntarse inevitablemente qué garantías de seguridad iba a ofrecer la pasarela aérea peatonal -y «ecológica» según Odón Elorza- que el anterior gobierno municipal quería construir en Mompás. Y los sucesivos deslizamientos de la ladera de Esa, que en febrero obligaron a evacuar una urbanización de esta localidad navarra afortunadamente sin víctimas, obligan a cuestionar, una y mil veces si hace falta, si el proyecto de recrecimiento del pantano amenaza las vidas de las poblaciones del entorno.

Gobiernos irresponsables

Las catástrofes naturales no son evitables, pero las políticas catastróficas sí. No pocas veces confluyen los dos aspectos -los tres ejemplos ya citados sirven-, así que los gobiernos están obligados a poner el foco en sus políticas y no en las posiciones ciudadanas ni en las fatalidades del destino.

Para eso resulta imprescindible actuar y decidir desde un punto de vista de largo plazo, que contradice los habituales cortoplacismos de los políticos, acostumbrados a adaptar las iniciativas políticas a sus necesidades electorales y encajar los proyectos en forzados ciclos de cuatro años. Desde que se fueron conociendo los entresijos que rodearon a la construcción del «AVE gallego» empezó a quedar meridianamente claro que la decisión política de inaugurar el tramo Ourense-Santiago cuanto antes y de hacerlo al menor coste económico posible repercutió directamente en la definición del recorrido y del sistema de seguridad empleado. Y que esto, a su vez, propició el escenario para que un simple despiste de un maquinista, durante poco más de un minuto, provocara la mayor catástrofe ferroviaria en el Estado en 70 años.

La carga es tan grande que los responsables políticos estatales -ya fueran del PP o del PSOE- intentaron mirar a otro lado desde el primer momento, pero era cuestión de tiempo que aquellas decisiones políticas pasaran a primer plano de la investigación. La imputación judicial a Adif ha sido presentada por algunos como un «giro en el sumario», cuando en realidad es la iniciativa lógica.

El grado de autismo y de irresponsabilidad que presentan algunas administraciones ante este tipo de situaciones no deja de sorprender, y ello obliga a extremar el control externo. GARA aporta hoy otro trabajo al respecto, en el que se refleja cómo Adif ha tenido sobre la mesa en los últimos meses un estudio que baraja repetir en varios tramos vascos el mismo despropósito que desató la tragedia en Angrois, convirtiendo el recorrido del TAV en una sucesión de parches y combinando el sistema ERTMS -el único que hoy día realmente evita el error humano- con el ASFA, cuyos tremendos riesgos se consumaron en Santiago. En un estado medianamente serio y con un sistema de control ciudadano sobre las autoridades debidamente estructurado, el accidente del 24 de julio tendría que haber abierto una reflexión integral sobre la alta velocidad ferroviaria y las condiciones en que se ha implantado bajo la bandera de ser la segunda-tercera mayor del mundo, pero se trata del Estado español y no conviene llegarse a engaño. Pero en Euskal Herria resulta sencillamente insoportable que las administraciones no den respuestas contundentes sobre esta cuestión. Debió ser el mismo 1 de abril en que se elaboró el estudio cuando Lakua e Iruñea le dijeran a Adif que ese TAV no es aceptable en Euskal Herria por una cuestión básica de seguridad. Si no, debió serlo el 25 de julio. Y no hay excusa para que no sea ya mismo.

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