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El incombustible Boris Pahor

Decía el otro que lo que no nos mata nos fortalece o, dicho en castizo, lo que no mata engorda. Uno ya comienza a pensar que el escritor esloveno es eterno: a pesar de todas las maldades padecidas en su existencia acaba de cumplir los cien años.

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Iñaki URDANIBIA

Además, lo hace manteniendo una increíble vitalidad, y la cabeza bien alta, como ha dejado ver recientemente en París a donde acudio a presentar una de sus novelas recién traducida al francés («Quand Ulysse revient à Trieste». Pierre-Guillaumme de Roux, 2013); alzando al viento la bandera del testimonio de los horrores del fascismo y de los silencios cómplices de algunos de sus paisanos. Precisamente tal postura cobarde es la que le hizo rechazar un galardón que pretendía otorgarle la alcaldía de su ciudad, Trieste. Su rechazo se extendía a los gobernantes que no resistieron y que todavía se resisten a dar cabida a los resistentes contra el nazismo en los libros de historia, plagados sin embargo de nombres de insignificantes personajes (generalotes y así), cuando no de abiertos colaboradores con el fascismo. No se olvida tampoco de las tropelías cometidas por el civilizado Occidente y sus edulcorados juicios a unos pocos de entre los supuestos responsables de la masacre al por mayor, para al final recolocar en sus democráticas administraciones, a muchos fascistas de pro que organizaron, y ejecutaron, las matanzas en los años cuarenta del siglo pasado.

Voz eslovena

A Pahor y a sus conciudadanos se les privó de su «casa del ser» -por hablar en heideggeriano-, de su lengua eslovena, la más minoritarias entre las minoritarias lenguas eslavas, que es en la que escribe y que le fue impedida al menos durante diez años, al tiempo que se borraban todas las huellas de identidad de la cultura, desarticulación de museos incluida. La resistencia a tal orden de cosas es el telón de fondo de la novela, recién traducida al francés, a la que me he referido.

El compromiso del escritor, y de algunos de sus colegas, le supondrían duros años de infame encierro. Él , en concreto, dio con sus huesos en el campo alsaciano de Natzweiler-Struthof, para posteriormente ser trasladado a Dachau, Mittelbau-Dora y Bergen-Belsen.

Escribir el desastre

De Pirineos para abajo, solo una novela del escritor ha visto la luz («Necrópolis»; Anagrama, 2010); quizá la novela más significativa de su quehacer, al narrar con terrible crudeza su paso por los lager antes nombrados. Cualquiera que se haya acercado a la escritura concentracionaria saldrá más conmovido si cabe en esta ocasión, ya que tanto las descripciones-testimonios de Primo Levi, David Rousset, Robert Antelme, Charlotte Delbo o -por movernos en el terreno de la ficción- de Jorge Semprún o Imre Kérstez, no alcanzan para nada el grado de brutalidad de lo descrito por Pahor. Esta dureza y detallismo casa con una belleza lírica innegable y con una trama, en paralelo, que pone en relación los visitantes turísticos del primero de los campos nombrados con la vuelta rememorativa de un antiguo deportado, el propio escritor. La aludida combinación, que no cruje de ninguna de las maneras, hace recordar aquella imposibilidad de escribir, poesía, de la que hablase Adorno y las serias dudas planteadas por Günther Anders de si escribir bello sobre el mal radical: es decir, si convertir lo terrible en objeto de arte no sería algo indebido en la medida que el horror quedaría embellecido.

Es tan encomiable la unión entre las infamias descritas (ejemplo de lo que unos hombres fueron capaces de hacer a otros) y el cuidado lirismo del texto que el sobrecogimiento no puede ser evitado. Habituado a tal tipo de lecturas, servidor no encuentra la descripción de semejantes escenas crueles y sanguinarias más que recurriendo a algunos de los raros testimonios de seres pertenecientes a los sonderkommandos (Shlomo Venezia, ejemplar ad nauseam en este orden de cosas), o algunas narraciones sobre la guerra del Vietnam (inevitable el recuerdo del gran Bertrand Russell), o las salvajes escenas que atraviesan «Saló o los 120 días de Sodoma» de Pier Paolo Pasolini que a más de uno le ha hecho abandonar las salas de cine, acosado por la náusea.

Oímos la voz del esloveno, en «La villa sur le lac»: «El superviviente de los campos no puede más que buscar, inquieto, siempre y por todas partes, la prueba incontestable de la renovación y del amor que constituyen la esencia de la vida».

«Dar cuenta de la realidad de tal forma que ella sea el símbolo de lo que es capaz  de hacer el hombre civilizado del siglo XX. O en otras palabras, dar testimonio de forma que lo testimoniado quede elevado al rango de la literatura».

«Después de la catástrofe mundial, es el rostro femenino el que ha anunciado el nacimiento de una nueva aurora en el mundo y renovado con el pasado para quienes han salido sanos y salvos de la tragedia. Consciente de su indecible importancia para el hombre, la mujer se presta en sentido secreto, ella prodiga esta riqueza que la define y cuyo destino resultará siempre noble».

Fiel a la bandera de Camus -«escribir la historia de quienes la sufren»- y a la de Louis Aragon -«la mujer es el porvenir del hombre»- Boris Pahor sigue en la brecha, y que sea por cien años más.

¡Felicidades, zorionak, oestitam Boris Pahor!

 

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