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Crueldad penitenciaria, casualidad y cinismo

El pasado 24 de agosto, Estibalitz Gorostiaga Uriarte, hija de Pablo y Judith, se dirigía desde estas páginas al delegado español en la CAV, Carlos Urquijo, para recordarle la realidad de los familiares de presos vascos, algunos de avanzada edad, que no pueden recorrer los cientos de kilómetros que les separan de sus seres queridos encarcelados. Era el caso de su madre: «gravemente enferma, lleva año y medio sin poder ir a verle y ya no le va a ser posible». Lamentablemente, no se equivocaba. Lejos de exagerar el dramatismo de la situación, ni siquiera la describía en toda su magnitud. El pasado viernes, a Pablo Gorostiaga, preso político vasco de 71 años, ante la gravedad del estado de su compañera, le fue concedido un permiso para visitarla, pero esta falleció antes de que lo trasladasen. Hay a quien muestras de crueldad como esta, que se repiten con insoportable frecuencia, se le antojan anecdóticas.

Así calificaba recientemente Urquijo la dispersión de más de 600 presos vascos, de anecdótica. Una medida con 26 años de vigencia que ha provocado numerosas muertes y otras muchas «anécdotas», como el accidente sufrido anteayer por la madre y una prima de Asier Aginako cuando se dirigían a la cárcel de Aranjuez. «Anécdotas» no fruto de la casualidad, sino de la actitud de un Estado que utiliza la crueldad como instrumento político. Sí ha sido casualidad que el fallecimiento de Judith Uriarte haya sucedido unas semanas después de la decisión de un juzgado de suspender el nombramiento de Pablo Gorostiaga como pregonero de Laudio, lo que evidenció el respaldo y el aprecio de sus convecinos hacia Gorostiaga, directamente proporcional al rechazo al delegado español. Un respaldo y un aprecio hoy aun mayores.

También ha sido casualidad que al día siguiente del fallecimiento de Judith Uriarte, el dirigente del PSE Patxi López ponga como condición para participar en la Ponencia de Paz del Parlamento vasco que los demás acepten su «suelo ético». Casualidad y cinismo.

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