Txema Mendibil Inspector de Hacienda
Sobre conciertos y cupos
El ataque del nacionalismo español a los conciertos económicos y los cupos de Hego Euskal Herria se basa en el argumento de que ese régimen es un «privilegio fiscal inaceptable». El autor del artículo defiende que el PP y PSOE han aprovechado ese debate para intentar «desnivelar más la balanza a favor del territorio común y en contra de los territorios forales», y asegura que, ciertamente, los conciertos y los cupos son privilegios fiscales, pero que la parte privilegiada es el «territorio común».
Llevamos tiempo asistiendo a una ofensiva del nacionalismo panespañol sobre los conciertos vascos y sus cupos respectivos. Según sus particulares anteojeras, este régimen supone un «privilegio fiscal inaceptable». Y claro, al calor de esta discusión PP y PSOE han aprovechado para intentar desnivelar más la balanza a favor del territorio común y en contra de los territorios forales.
Y ciertamente, los conciertos y los cupos a pagar son unos privilegios fiscales. Pero, contrariamente a lo que algunos afirman, la parte privilegiada es el territorio común.
Comencemos por las quejas sobre el reparto de los ingresos tributarios. Seamos serios, los puntos de conexión, especialmente en los impuestos directos, favorecen al «territorio común» (en argot tributario, el territorio del Estado sin Euskal Herria). Lo cual es lógico, dado que resultaría muy curioso que el Gobierno central impusiese unas reglas para favorecer a la otra parte. Pero si tienen alguna duda, no habría ninguna pega a que se implantasen los puntos de conexión vigentes entre los diferentes estados de la Unión Europea (que determinan qué ingresos fiscales son competencia de cada estado) y sabríamos a qué atenernos. Si no quieren, será por algo.
Sigamos con el Cupo y la Aportación. Estos representan las cantidades anuales que se pagan al Estado por la parte que les corresponde (6,24% a la CAV y 1,60% a Nafarroa) de las competencias no asumidas. En principio, suena muy razonable que una administración pague a otra por los servicios que le cede. Pero la primera objeción surge cuando vemos que no son los servicios que cede sino aquello que la administración dominante no quiere ceder y que además se ejerce muchas veces en contra de los intereses y deseos de la mayoría de los vascos.
Ya no se trata solo de los gastos militares (esa OTAN que se rechazó aquí) o de instituciones como la Monarquía o el Senado, de financiar desarrollos faraónicos y antiecológicos como el AVE, de aportar el 7,84% de los muchos millones dedicados a la expansión internacional del castellano (un idioma precioso, pero que no corre peligro) mientras el flamante Delegado de Gobierno (el 7,84% de cuyo sueldo pagamos nosotros) nos denuncia por dedicar cuatro euros de dinero público a ayudar al euskara en Nafarroa e Iparralde; de hacer rescates de bancos y cajas quebrados sin que sus responsables hayan pisado cárcel alguna...
También habremos sufragado la parte correspondiente de los sobrecostes de obras públicas destinados (presuntamente, claro) a pagar mordidas a la clase política española. Vamos, que Euskal Herria ha aportado el 7,84% de buena parte del dinero de Bárcenas y de los sobres que (presuntamente) entregaba, de la misma forma que ayer financiamos el 7,84% de Filesa.
Y lo que ya suena a sarcasmo es que sufraguemos el 7,84% de unos tribunales de excepción y de una política penitenciaria absolutamente alucinantes (y un tratamiento totalmente asimétrico del que se dio en el siglo XX para reintegrar al mainstream político a la derecha española tras sus dos golpes de estado y dictaduras subsiguientes). Gráficamente, se nos echa en cara que somos privilegiados por pagar solo el 7,84% de los gastos carcelarios del dirigente más conocido de la izquierda vasca. Pues nada, ataquen nuestro «privilegio» liberando a Otegi para empezar.
Si ya hemos visto buena parte de los «gastos comunes», queda por analizar la parte que va al Fondo de Compensación Interterritorial, porque aquí también hay gato encerrado.
Porque es poco sabido que las administraciones públicas vascas destinan más del 1% de sus presupuestos a la solidaridad internacionalista, pero con notables diferencias entre los dos tipos de aportaciones que se engloban en este concepto, las que se destinan a cooperación para el desarrollo y las que se pagan vía Cupo.
Una diferencia es que los fondos destinados a cooperación son voluntarios mientras que las cantidades destinadas al FCI tienen carácter obligatorio. Y no es que nos opongamos a sufragar inversiones de nuestros vecinos más necesitados, pero queda la sospecha de qué pasaría si hiciésemos lo mismo con Zuberoa. Probablemente, el flamante pondría el grito en el cielo y nos denunciaría ante los tribunales españoles.
Otro detalle es que las comunidades receptoras en cooperación agradecen nuestra ayuda, les sirve para crear infraestructuras útiles para su desarrollo humano y reducen las inequidades en la distribución de la renta (no financiamos precisamente a los ricos de los países pobres). En cambio, nuestra «ayuda obligatoria» a España parece que solo sirve para recibir insultos y demagogia a cargo de los creadores de opinión habituales.
Sorprende también el tipo de proyectos en que se invierte: aeropuertos peatonales, autovías depredadoras e insostenibles, trasvases, turismo de burbuja... Lo cual, unido al hecho de que el Estado español es muchísimo menos igualitario (el índice de Gini indica, por ejemplo, que la distancia entre ricos y pobres es la mayor de toda la Unión Europea, mientras que Euskal Herria está al nivel de los países nórdicos), nos hace sospechar que en realidad estamos financiando a los potentados españoles en vez de ayudar a las personas que realmente lo necesitan.
En resumen, puede que el Concierto y el Cupo (de las cuatro provincias vascas, ya está bien de separaciones heredadas del franquismo) fuesen buenos instrumentos técnicos para una fase de transición. Pero para ello serían necesarios ciertos requisitos: Primero, que reconozcan que el privilegio (hacia donde van los fondos) lo tiene el territorio común, salvo que sigan pensando en términos de rapiña en vez de colaboración. Segundo, que el País Vasco se pudiese negar a aportar fondos para instituciones o actividades que desapruebe. Tercero, que el FCI se destinase a proyectos solidarios, decididos por ONG o entidades similares. Y por último, que el poder central sea mínimamente leal con la sociedad vasca y deje de considerarla como el enemigo a batir.
En caso contrario, nos quedaría la duda de que estos instrumentos no son sino mecanismos mantenidos por «nuestros maravillosos gestores» para confundirnos en el apoyo a políticas económicas y sociales inviables. Políticas que casi han llevado a la quiebra de Nafarroa, al desastre económico de la CAV y a la postración de toda Euskal Herria ante la crisis provocada por ellos y sus aliados de «territorio común».