Con el verano en inevitable retirada, nos aprestamos a dejarnos caer, con un suspiro de resignación, en ese estado desvaído que llamamos ritmo normal. Nada demasiado grave, si no fuera porque normal puede serlo casi todo si dejamos que lo sea. Normal, la corrupción. Normal la persecución. Los despidos masivos. El cinismo de Urquijo. La ceguera, la sordera y hasta la cojera de una justicia que se permite aberraciones a sí misma.

Así las cosas y en este preciso momento, no hay mucho que podamos hacer: o esperar que el sistema nos agradezca los servicios prestados, o hacer de este momento el elegido para no permitirnos ni la inercia, ni la rutina, ni otro bajón que el de las temperaturas. Y levantarnos de una buena vez. Levantar la cabeza sin rehuir el reto que tenemos delante, encarar la labor de hacer que dejen de ser normales las cosas que no lo son. Asumir la responsabilidad de que cada día es un poquito más tarde, de que ninguna pasividad aliviará nunca el sufrimiento de quienes lo siguen padeciendo. Y aceptar que sí podemos. Sí somos capaces. Somos muchos y somos muchas. Y por encima de todo, tenemos la razón. Que dicho así suena a arrogancia y paradójicamente a sinrazón. Pero la tenemos si de lo que se trata es de no paralizarnos ante ingenierías jurídicas que buscan perpetuar las violaciones de derechos. La tenemos, si del dolor sacamos la fuerza necesaria para terminar con el sufrimiento. La tenemos, si lo que queremos romper es el inmovilismo, si el pie que adelantamos es el que impide cerrarle la puerta a la paz. La tenemos. Solo necesitamos aceptarlo y trabajar.

Vamos a echar una mano, a echarle corazón, a echarle valor. Somos muchos y somos muchas. Podemos.