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Iñaki Urdanibia Doctor en Filosofía

Víctor Jara, matar a un ruiseñor

Las calles de Santiago de Chile se vieron inundadas de milicos armados hasta los dientes, encabezados por el general Augusto Pinochet, sembrando su consabida sangre y destrucción. No dejaron títere con cabeza; todo lo que oliese a rojo quedó teñido de ese color. Con la ayuda, nunca arrepentida, de los yanquis. Fue un maldito 11 de setiembre de 1973.

Detenciones al por mayor, tiros, apaleamientos, torturas, desapariciones (ejecuciones sumarias disimuladas) y estadios deportivos, dedicados en principio al culto de los cuerpos, convertidos en fábricas de destrucción de estos. Allá fue a parar, entre otros, un significativo cantante y dinamizador cultural (director teatral, investigador del folclore y de los instrumentos indígenas, actor, dramaturgo y libretista) de nombre Víctor Lidio Jara Martínez (La Quiriquina, Chillán Viejo, 1932 - Santiago, 1973). De origen campesino y huérfano temprano, fue acogido, como aventajado discípulo, en la investigación de folclore local por la también cantante Violeta Parra.

Destacó primero en el campo del teatro, ocupando puestos de responsabilidad en dicho quehacer y siendo galardonado tanto en su país como en el extranjero. En Gran Bretaña, adonde había sido invitado, fue donde, a la vez que desarrollaba sus actividades teatrales, compuso sus primeras canciones, campo en el que cobró máxima celebridad... ¿Cómo no recordar su «Te recuerdo Amanda», inspirada en sus padres Amada y Manuel, o «El derecho de vivir en paz»?

De vuelta a su país natal, se convirtió en director artístico del grupo Quilipayún, pasando a continuación a editar sus primeros discos en solitario. Desde el principio pasó a apoyar la Unidad Popular de Salvador Allende, como militante de las Juventudes Comunistas del Partido Comunista chileno. Sus canciones se convirtieron en banda musical de la rebelión, en su país y más allá de sus fronteras. Embajador del Gobierno de Allende hasta su asesinato días después del golpe pinochetista. Encerrado en protesta contra el golpe, junto a los universitarios, en la Universidad Técnica del Estado, en Santiago, donde daba clases y lugar que luego fatídicamente se convertiría en uno de los siniestros centros de tortura, no duró mucho el contestatario y resistente encierro, ya que allá entraron los militares y detuvieron a quienes protestaban, entre ellos a Víctor Jara. Trasladado al Estadio Nacional de Santiago de Chile -que el año 2003 sería bautizado con su nombre-, allá pusieron fin a sus días de manera brutal, días antes de que cumpliese su cuarenta aniversario. Allá, oliendo la muerte, escribió su último poema: «qué mal surge mi canto cuando debo cantar el espanto... la sangre del camarada Allende golpea más fuerte que las bombas y la metralla. Nuestro puño golpeará, de nuevo, de la misma manera... Somos 5.000 aquí, en esta parcela de la ciudad. Somos 5.000. ¿Cuántos seremos en total, en la ciudad y en el país?».

Su mujer, Joan Turner, que fuese su profesora de expresión corporal y madre de sus dos hijos, cuenta sus días de angustiada incertidumbre e ignorancia sobre el paradero de su compañero: «la última vez que pude hablar por teléfono con Víctor fue el 11 de setiembre. Se encontraba en la Universidad Técnica. La universidad fue rodeada y asaltada. 600 profesores y estudiantes se hallaban allí. No me enteré hasta el día 13 de setiembre de que estaba detenido en el estadio de Chile. Después, nada más. Una incertidumbre angustiosa. El martes 18 de setiembre, un joven empleado de la morgue vino a avisarme de que estaba allí, entre cientos de cadáveres de obreros y estudiantes. Gracias a la complicidad de este empleado, pude ir a la morgue, retirar el cuerpo de Víctor Jara y enterrarlo. Sin la ayuda de este empleado, no me habría enterado nunca de que había sido asesinado, ni cuando. No era más que un muerto anónimo, con un número, entre otros muertos anónimos... Un diario de la junta, «La Segunda», publicó una noticia breve, lacónica, unas palabras solamente, afirmando: `Víctor Jara ha muerto y ha sido enterrado'. Como si hubiese muerto tranquilamente en su lecho!».

Alos pocos días se supo la verdad, más cruda y dura. Así la narró el escritor Miguel Cabezas, en su «Relato de una jornada sangrienta en el estadio de Chile», y que se excuse la amplitud de la cita, pero es que es una muestra del sadismo que mostraba la barbarie fascista: «los detenidos que no habían comido ni bebido durante tres días, vomitaban sobre los cadáveres de sus camaradas tendidos en tierra... En el momento que Víctor Jara descendía por la puerta por la que entraban los detenidos, se halló de frente con el comandante. Este le mira y le hace un gesto como si tocase la guitarra... Víctor sonríe tristemente, respondiendo que sí con la cabeza. El militar sonríe contento por su hallazgo. Llama a cuatro soldados para inmovilizar al detenido y pide que se le traiga una mesa al lugar de manera que todos pudieran ver el espectáculo que se iba a desarrollar. Se conduce allá a Víctor y se le ordena que ponga las manos sobre la mesa. En las manos del oficial un hacha (unos días más tarde, este mismo oficial declaró a la prensa extranjera: `tengo dos niños preciosos y un hogar feliz'). De un golpe seco, cortó los dedos de la mano izquierda, y después, con otro golpe, los de la derecha. Se oyó caer los dedos sobre el suelo de madera; vibraban todavía. El cuerpo de Víctor se desplomó. Se escuchó el bramido colectivo de los seis mil detenidos. Los doce mil ojos vieron al mismo oficial lanzarse sobre el cuerpo del artista gritando: `canta ahora, a tu puta madre', mientras continuaba golpeando el cuerpo yaciente.

»Nadie de los que estaban allá podrá olvidar el rostro de este oficial, con el hacha en la mano y con sus desordenados cabellos... Víctor recibió patadas mientras la sangre de sus manos no cesaba de correr y su rostro devenía violeta. De golpe, Víctor intentó levantarse a duras penas y, como un sonámbulo, se dirigió hacia las gradas, dando traspiés, sus rodillas temblorosas, y se oyó su voz gritando: `vamos a complacer al comandante'. Tras algunos instantes, consiguió alzarse y, levantando los brazos rebosantes de sangre, con una voz angustiosa, comenzó a cantar el himno de la Unidad Popular, siendo seguido por todo el mundo.

»Mientras que poco a poco las seis mil voces se elevaban, Víctor, con sus manos mutiladas, marcaba el ritmo. Se vio una sonrisa extraña en sus rostro...

»Aquello era demasiado para los militares; se disparó una ráfaga y Víctor se inclinó hacia adelante como si hiciese una reverencia a sus camaradas. Otras ráfagas de metralleta fueron disparadas, éstas dirigidas a quienes habían cantado con Víctor.

»Los cuerpos caían acribillados por las balas. Los gritos de los heridos eran espantosos. ¡Víctor no los oía. Estaba muerto!».

Aquel fatídico quince de setiembre se acabó la voz de quien cantase a la vida, al amor, a la lucha... Allá fue apagada aquella airada voz que era un arma cargada de futuro y de presente, pues a los fascistas no les gustaba la poesía ni la música, a no ser que esta fuese la de los himnos marciales, militares por supuesto, en defensa del orden establecido, el de los poderosos, el de los dueños de los medios de producción... de quienes no podían permitir que el populacho se hiciera con las riendas del país. Se ha debido esperar hasta enero de este mismo año, 2013, para que la justicia chilena encarcelase a cuatro personas que se habían entregado a la Policía, entre ellos Hugo Sánchez, oficial responsable de la brutal ejecución del cantante. Un segundo responsable del alevoso crimen, Pedro Barrientos, reside en Estados Unidos, en el país que incitó con descaro y con dólares empresariales a los golpistas, con el fin de que defendiesen sus sacrosantos valores («poderoso caballero es don dinero»).

El premio Nobel de Literatura Pablo Neruda, quien fallecería días después, dijo: «la morgue está llena de cadáveres descuartizados. Víctor Jara es uno de esos cadáveres. ¡Dios mío! Es como matar a un ruiseñor». Mataron al ruiseñor popular que prestaba sus combativos trinos a las ansias de los trabajadores, le sometieron al tormento, convertido en espectáculo de odio, de escarmiento y de venganza. No de dieron «el derecho de vivir en paz» que él exigía, cantando, para todos, y no le dieron ni la mínima oportunidad de morir en paz, ni con dignidad... si bien esta última la puso él, en dosis extraordinarias, mostrándola hasta su último suspiro. Su voz, no obstante, sigue viva e inspirando a muchos artistas que o bien versionean sus canciones o bien le rinden homenaje... haciendo que sigan oyéndose sus «Duerme, duerme negrito», «A desalambrar», «Juan sin tierra», «Camilo Torres», «Zamba del Che», «Plegaria a un labrador»... En sus discos o en las interpretaciones de sus canciones permanecen y las versiones proliferan: desde Fermín Muguruza a Reincidentes, pasando por SkaP, o los homenajes de Jean Ferrat o Pablo Milanés, Calexico, The Clash, U2 y no sigo... muestra que su voz sigue viva en todos quienes aman la música y la libertad.

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