No hay nada nuevo bajo el sol y, aun así, no dudo en que Spielmann habrá puesto dentro del relato del que es autor algo de cosecha autobiográfica. Lo que suena a más personal, con una autenticidad casi bergmaniana, es la larga agonía del padre. Todo comienza con un ataque al corazón que hace temer por la vida del patriarca de los Berger, pero al anciano le queda el tiempo de vida suficiente para entregar a su hija menor unas reveladoras cartas de la madre que muriera en accidente. El desenlace fatal es la crónica de una muerte anunciada, dolorosa e interminable para sus dos hijas, que han de hacer frente juntas a una herencia moral desigual, con las consiguientes fricciones fraternas.

Sonja y Verena siempre han sido diferentes, y llega la hora definitiva de saber el porqué. No se trata solo de una cuestión biológica, sino también de los papeles que cada cual representa dentro del difícil y complicado equilibrio familiar. A Verena le tocó quedarse en casa cuidando del padre, mientras Sonja marchaba a la ciudad a cumplir su sueño de convertirse en una actriz famosa.

En las distancias cortas, y máxime en medio de la irreparable pérdida, las etiquetas establecidas ya no servirán de barrera y el hermanamiento acabará siendo un hecho consumado.