Josu MONTERO Escritor y crítico
Árbol
En medio de la plaza, bajo la lluvia, un hombre, con los brazos extendidos y los ojos cerrados, desea con todas sus fuerzas transformarse en árbol. Sus amigos se han refugiado en los soportales; antes de que comenzara a llover, se habían burlado de él con inquina: es un cándido, y además un optimista. «Le gustan los árboles porque nacen de las tinieblas de la tierra y ascienden en busca de luz», escribe de ese hombre el autor de este relato. Javier Tomeo estudió Derecho «cuando todavía creía a pies juntillas en el triunfo en este mundo de la razón y de la justicia»; cuando extravió esa fe se hizo criminólogo.
Este rara avis de la literatura con pinta de boxeador jubilado o de ogro melancólico comenzó escribiendo novelitas de kiosco, de esas del lejano Oeste y de terror, con el seudónimo de Frank Keller, para Bruguera. Falleció este verano, pero nos dejó sus libros, escritos todos ellos a partir del firme convencimiento de que «solo se puede escribir desde la mala leche». Era maño, igualico que Buñuel o que Goya... o que el mismísimo Kafka, ese maño de Praga. Pero habíamos dejado a un personaje esperando la metamorfosis, con paciencia, hasta que los pies del hombretón se van convirtiendo en raíces y en sus brazos empiezan a brotar las primeras hojas; pero el milagro ensancha un poco más el odio de sus amigos, que bajo los soportales empiezan a afilar las hachas: el cuento se titula «Los leñadores». La función del escritor verdadero no es otra que la de convertirse en árbol. Un árbol es hermoso y es útil, necesario. Amamos los bosques, los pinares, las alamedas, y amamos también los pobres árboles urbanos; pero amamos sobre todo esos árboles solitarios en medio de cualquier parte; nos sirven como punto de referencia, nos ofrecen su amparo y su sombra, nos regalan la música y el aire de nuestros pulmones.