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Gara > Idatzia > Iritzia > Kolaborazioak 2006-12-31
Mikel Arizaleta - Escritor
Sadam Hussein

Llegó el día. Ese 16 de octubre de 1946 comenzó un cuarto de hora antes de la media noche. Fue cuando Burton Andrus, coronel de las fuerzas militares estadounidenses, abrió las puertas de las celdas del primer piso de la cárcel judicial de Nuremberg para leer a los presos lo que hace tiempo ya conocían: su sentencia de muerte. Death by hanging, ejecución por ahorcamiento, les traduce el intérprete. A los candidatos a la muerte se les sirvió salchichas con ensalada de patatas.

A la una de la mañana en punto se fue a por el primero, a por el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, a por Joachim von Ribbentrop. Se le condujo con las manos atadas a la espalda por el patio de la cárcel escasamente iluminado. Dos policías militares americanos con cinturón blanco y casco de acero plateado le llevan en medio. Desde los tejados de las casas ruinosas del entorno algunos periodistas con catalejos observan al hombre, cuya cabellera gris y rala es zarandeada por el viento. Los tres patíbulos, pintados de negro, que se alzan en el pabellón de gimnasia de la cárcel ­éste sí, bien iluminado­ se erigieron de víspera. En el ambiente se respira olor a cigarrillos Virginia, a café y a whisky americano. Dos ayudantes del verdugo desatan las manos del hombre de estado para volver a uncirlas con un lazo negro.

Los trece peldaños que conducen al patíbulo de la derecha los asciende Ribbentrop solo. Arriba le esperan el capellán, un estenógrafo para recoger las últimas palabras y John Woods, el verdugo. «Deseo al mundo paz», concluye el delincuente. Luego el lazo alrededor del cuello y la capucha negra por encima. A la una y doce Woods abre la trampilla.

Pueden fumar, dice el coronel Burton a los pocos testigos que en sillas plegables siguen la ejecución: cuatro generales aliados, el ministro presidente bávaro Wilhelm Hoegner y ocho periodistas elegidos a dedo. Mientras se fuma, el médico militar desaparece tras la cortina negra y examina si el delincuente ha sido ejecutado como es debido. Es el relato que nos brinda Thomas Darnstadt en “Der Spiegel”.

Antes de que la mañana del 16 de octubre de 1946 amaneciera sobre la ciudad de Nüremberg, en ruinas, fueron ahorcados en el patíbulo del gimnasio diez dirigentes del régimen nazi. Entre ellos los militares su- premos de Hitler, Wilhelm Keitel y Alfred Jodl, el jefe de seguridad del Reich, Ernst Kaltenbrunner, y el lugarteniente en Polonia, Hans Frank. Junto a los ataúdes de los ejecutados los trabajadores de la cárcel colocan otro muerto más, el undécimo, que pocas horas antes se ha envenenado con cianuro. Es Hermann Göring, el mariscal de Hitler. Días antes había sostenido que un día «le dedicarían estatuas grandes en los parques y pequeñas en las salas de estar de las casas». El número doce es Martín Bormann, quien desde 1943 fuera secretario de Hitler, pero no es ejecutado por hallarse ausente. Para las 2:45 de la mañana de aquel 16 se llevaron a cabo las sentencias del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg. Amaneció un día relativamente soleado en la ciudad. El proceso duró 218 días, hubo 23 acusados y se dictaron 12 penas de muerte.

El fiscal jefe del proceso de Nuremberg fue, cómo no, un americano, el juez Robert Jackson. Fue un encargo del presidente Harry Truman. Y Jackson, consciente de su misión y picado por el orgullo, quiso ordenar el mundo «según el derecho». «Los delitos que queremos castigar y condenar fueron tan alambicados, tan malos y de un efecto tan devastador que la civilización humana no puede soportar que pasen inadvertidos, de lo contrario no sobreviviría a la repetición de una tal desgracia. Las cuatro grandes naciones no queremos vengarnos, sino entregar a los enemigos presos al fallo de la ley, es una de las concesiones más importantes otorgada por el poder a la razón».

En 1989 Wilhelm Grewe, diplomático e investigador del derecho internacional de las gentes, resumía un amplio sentir sobre el proceso de Nuremberg diciendo: «Con respecto al pasado fue un error judicial y con respecto al futuro un extravío». «Juegos de perlas falsas de una secta internacional de juristas», sentencia- ría cinco años más tarde el honorable profesor de Derecho Público Helmut Quaritsch. Pero ya mucho antes, en los mismos años cuarenta, fueron muchos los ciudadanos del mundo ­sobre todo alemanes y gentes de izquierda­ que en el juicio y sentencia de Nuremberg vieron reflejado sólo el «derecho de los vencedores». Acusaciones muy parecidas hubieran podido ponerse sobre la mesa si Hitler hubiera triunfado y en el banco de acusados se hubieran sentado políticos y militares aliados, estadounidenses, ingleses, franceses, rusos... En el juicio de Nuremberg no se condenó a los grandes criminales de la Segunda Guerra Mundial, tan sólo se condenó a algunos grandes criminales de guerra, pero sólo del lado perdedor, no del vencedor, que los hubo muchos y muy parecidos a los de la parte perdedora.

El índice acusador de Jackson, el fiscal jefe del proceso, dejó colgada en las ramas desnudas en aquel otoño de Nuremberg una frase célebre, con cierto sabor histórico añejo: «Jamás debemos olvidar que con la misma regla que hoy medimos a los acusados seremos medidos mañana por la historia». 60 años después de aquel octubre de Nuremberg, el presidente de Estados Unidos actual sigue sin reconocer siquiera al Tribunal Internacional Penal ubicado actualmente en La Haya. El proceso llevado a cabo en Irak bajo la bota de Estados Unidos y países satélites, con su sentencia a muerte impuesta recientemente por el Tribunal Penal Supremo de Irak al delincuente Sadam Hussein y llevada a cabo esta vez al alba, tiene parecidas características e igual sabor que aquella de Nuremberg. Con un Irak vencedor y un Bush, Blair y Aznar y algunos generales invasores capturados y sentados en el banquillo la sentencia muy bien pudiera haber sido la misma, sólo que al revés. También hoy, como siempre en la historia, las sentencias de muerte por crímenes de guerra las siguen dictando no el Derecho, sino los vencedores, que normalmente perpetran mayores crímenes en las guerras que los vencidos. Porque Jackson en Nuremberg fue tan sólo, a pesar de sus rimbombantes discursos, un instrumento no del Derecho, sino de los vencedores.

Pero en ninguno de los dos juicios, largos y penosos, ocurrió lo que sucedió en otro juicio de meses, injusto y sangrante, en el inhumano proceso político 18/98: Que un acusado, Mikel Egibar, denuncie en la sala a un perito de la Guardia Civil como su torturador y la Presidenta del tribunal, Angela Murillo, mande callar al torturado y ampare al torturador. «¡Siéntese! ¡Cállese!». Hasta el fiscal Jackson de Nuremberg supo guardar mejor las formas. -


 
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