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La muerte y la educación

Aitxus Iñarra

Profesora de la UPV-EHU

Existen actualmente una gran diversidad de discursos explicativos o descriptivos sobre la muerte: los que se inscriben en el ámbito científico o los relacionados con las distintas religiones. También están los discursos míticos o legendarios. Es en éstos donde quizá se refleja de manera más clara el comportamiento humano.

Es en un cuento malgache, precisamente, donde se cuenta que Dios dio al ser humano la posibibidad de elegir entre dos formas de inmortalidad: una como la de la luna, que nace, crece, desaparece, y nace de nuevo; la otra, como la del tamarindo que muere, pero de sus semillas nacen nuevos tamarindos. El ser humano eligió la inmortalidad del tamarindo por lo que moriría como individuo, pero seguiría viviendo a través de sus hijos. El deseo de inmortalidad se materializa pero no en el individuo, ya que se elige el inevitable final del cuerpo físico, se acepta el cambio y la transitoriedad de la vida.

Ni la familia, ni la comunidad, ni la educación afrontan de forma significativa el tema de la muerte. Y una sociedad que no asume algo que es inevitable es una sociedad que no acepta el cambio y por lo tanto que no acepta la vida tal como es, creando de esta manera valores y emociones basadas en el miedo y el dolor. Mostrar la muerte física, reflexionar sobre ella, e integrarla en la vida cotidiana es una necesidad para iniciar la metanoia hacia un ser humano más centrado, más consciente, menos objeto, menos mecánico. La educación es un medio imprescindible para esa transformación.

Sin embargo la educación nos condiciona para ser competitivos, para ser el mejor, nos dirige hacia un patrón particular dominante: valorar y respetar el dinero y el prestigio. Se nos entrena para los roles: laborales, familiares..., nos educa constantemente hacia lo externo como única realidad existente. Todo el tiempo y la energía se emplean en construirnos una identidad en base a las necesidades del sistema que domina. Esta educación tecnócrata, que actúa de forma tecnócrata, es fruto de las necesidades del Estado y de la empresa, alejándonos del poder interno, del potencial del ser humano, de la vida.

Necesitamos otra educación que nos oriente hacia una apertura de la conciencia del individuo, que nos ayude a repensar y vivenciar el hecho de la vida-muerte. La vida es incierta, insegura, la muerte es lo único cierto. Escapar a esto es negar una realidad, y conformar una forma de vida alienante.

La educación liberadora debe hablar de la muerte de los seres vivos y de la muerte del individuo. Ésta se manifiesta de muy diversas maneras en cada uno de nosotros. La muerte es un acontecimiento que no está fuera de nosotros, nosotros somos ese acontecimiento, nos convertimos en proceso de muerte, de la misma manera que somos proceso de vida. Por ello cuando vivimos en la negación y en la huida, el miedo interfiere en esa vivencia plena de vida-muerte y falla la comprensión.

Cuando huimos de la muerte carecemos de conciencia plena para conocer la realidad y transformarla. Uno de los quehaceres de la educación liberadora debe ser precisamente el de ayudar a interiorizar la experiencia de la muerte, a comprender la naturaleza de la vida-muerte. Intentar vencer la muerte es como intentar vencer el mal. Sólo creando un nuevo sentido en la relación con la muerte, creando un nuevo espacio mental, simbólico y vivencial podemos situarnos en un ámbito nuevo, en la conciencia de la aceptación de ella, o, al menos, en su reconocimiento como límite de la vida.

La educación nos debe mostrar que el límite es parte de la vida, que está en la cotidianeidad y que no podemos escapar de él. Ver, explicar, reflexionar, vivenciar el límite dinamita al super héroe moderno que todo lo puede. Dinamita los cimientos del sistema y de sus valores alienantes y delirantes. Aceptar los límites nos hace ver el absurdo de acumular, el consumo sin límite. La educación debe incorporar la muerte, no como un tema del curriculum, sino que debe integrarlo en su totalidad, entendiéndola como un viaje nuevo de la vida para vivenciar más tal como es en realidad, impermanente, transitoria. Experimentar, aceptar, sentir lo transitorio, es iniciarse en un estado mental diferente, es saber y observar la obsolescencia de la forma física, y esto se convierte poco a poco en aceptación.

Alimentar la huída trae la oculta desolación, la angustia subrepticia. En la actualidad nos educan constantemente en la huída. Una de las formas de esa huída es la negación. La muerte se niega en el «Occidente de las mercancías», que emerge desde las leyes del mercado educando omnipotentemente: «consumir sin cesar», convirtiendo al consumidor en objeto del mercado, fuera del centro de la vida.

Y uno de los negocios florecientes del mercado es precisamente la guerra. Así, aquí frente a la vida se ama la muerte. Son los amantes de la muerte porque su oficio es ordenar matar o matar. Aquí la muerte es el sustento de las guerras. Así reza el himno de la Legión española: «Soy un novio de la muerte, que va a unirse en lazo fuerte con tan leal compañera». La guerra, este tipo de muerte propio de las expresiones de la cultura del dolor y del miedo, nos la muestran los medios, en estos tiempos del espectáculo, descontextualizándola, manipulándola al servicio de intereses ajenos -frecuentemente políticos y económicos-. Aquí la muerte se exhibe convirtiéndola en un objeto de consumo.

La educación de masas que simula libertad y seguridad disfraza la alienación y es constante creadora de sujetos mercenarios al servicio de una cultura del dolor y del miedo como si ésta fuera algo inevitable. Por ello se hace necesaria una educación liberadora para explicar y desbaratar la ficción, el desenraizamiento sobre la muerte y sobre la vida.

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