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David Fernandez «Grup de Treball 18/98» de Barcelona

Garzón no es Falcone

Garzón hablará hoy del inenarrable sufrimiento y dolor prolongado de las víctimas de ayer -a quilométricas distancias, eso sí-; pero olvidará la Intxaurrondo-Escuela de Mecánica de la Armada de Donostia La soledad de Falcone contrasta con el estrellato de Garzón. A Falcone, en lo solitario, lo apreciaba una pequeña parte de lo social confrontada al miedo y al silencio; a Garzón lo vitorean los talibanes del estado de excepción y esa sociedad anclada en la baja cultura democrática y densa alienación social

De ninguna de las maneras. Porque es un hipotético imposible. Una antítesis ucrónica y utópica. Un oxímoron latente. Baltasar Garzón no puede ser Giovanni Falcone, el juez antimafia asesinado en Italia 1992 y en el que el superjuez español que acaba de ilegalizar ANV y EHAK dice inspirarse. Y no puede ser por diferentes razones.

Primera y principal, porque Falcone se enfrentaba finalmente al Estado, a los tuétanos de la mafia infiltrada en el corazón de la bestia italiana. Don Baltasar, por el contrario y en cambio, tiene toda la artillería policial, política y mediática jaleando sus acometidas de estado. Esto es, exactamente, todo lo contrario.

Segunda y definitiva, porque la soledad de Falcone contrasta con el estrellato de Garzón. A Falcone, en lo solitario, lo apreciaba una pequeña parte de lo social confrontada al miedo y al silencio; a Garzón lo vitorean los talibanes del estado de excepción y esa sociedad anclada en la baja cultura democrática y densa alienación social que tan bien ha pormenorizado Santiago Alba Rico en «La seguridad de los españoles» (GARA, 04/12/2007). Esto es, la práctica mayoría de la estepa castellana. Los casi nadie que admiraban a Falcone contra los casi todos que alaban a Garzón.

A Falcone, el Estado lo aislaba, incluso lo combatía; a Garzón, lo eleva a mito, le concede infinita carta blanca y le ríe sus gracias macarthistas. Arduas diferencias insalvables, ya lo ven. Como dicen los zapatistas, «uno es tan grande como el enemigo que escogió para luchar». Garzón. Falcone. Contrastes. Me da en el alma, que no es lo mismo ni nunca lo será.

Cuándo enterraban a Falcone, una iglesia a rebosar de voces anónimas clamó su rabia. Se exasperó colectivamente en el mismo instante en que la clase política hacía acto de presencia por la puerta principal. En un solo grito anónimo e inexpugnable -«¡Fuera la Mafia, fuera!»- que nos desvelaba  la certeza popular de quién era quien en la camorra estatal-criminal. Por estos lares, y a propósito de los vuelos de la CIA, Gregorio Morán escribió en «El lado mafioso del Estado»: el Estado ha aprendido de la mafia todo lo que la mafia creía haber aprendido del Estado. Añadamos tal vez que en 2001 el fiscal anticorrupción español, en su informe final sobre la trama de fondos reservados de los GAL, caracterizaba a los procesados del PSOE -todos en la calle, voilà- como «una mafia donde decir la verdad se interpreta como una traición». Mafia de Estado y Estado mafioso. Garzón o Falcone. La contradicción antagónica.

Aunque Garzón pretenda ahora documentar el horror de los verdugos que aplastaron América Latina, nuestra memoria dirá que Estrasburgo lo condenó «por mirar a otra parte» -ese sesgo arbitrario tan garzonita- en el caso de la nula investigación de las torturas sufridas por los independentistas catalanes encarcelados en 1992. Y tantas y tantos ciudadanos vascos que conocieron in situ la impertérrita omertá de Garzón ante el enésimo dolor de hematoma y el último rumor de pulmón encharcado. Al fin y al cabo, en 2004, el Tribunal de Estrasburgo certificó precisamente eso, en sentencia firme e inapelable. Que Garzón no era Falcone: que miraba a otro lado frente a los abusos de la siempre detestable razón de Estado.

Garzón hablará hoy del inenarrable sufrimiento y dolor prolongado de las víctimas de ayer -a quilométricas distancias, eso sí-; pero olvidará la Intxaurrondo-Escuela de Mecánica de la Armada de Donostia; obviará los Villalobos y Galindos que fueron los «ángeles de la muerte» Astiz locales; silenciará la DINA pinochetista que fue el SECED de Carrero Blanco, trasmutado en posterior CESID y actual CNI, por arte del birlibirloque de la transición. Porque, de razzia en razzia y a golpe de 18/98, Garzón es hoy «la doctrina del shock» de Naomi Klein aplicada puntualmente a Euskal Herria: conseguir por vías excepcionales lo que ya es imposible en condiciones «normales». Para violentar la voluntad popular a base de candados, portazos y carpetazos, de secuestros con barniz legal y de la ilegalización permanente decretada en tierras vascas.

Paradojas, el trabajo es desde ya -como dice la intelectual canadiense- la memoria. El escudo de futuro es la memoria. El antídoto de ayer y hoy es el músculo de la memoria. A riesgo de que puedan acabar manipulando la hemeroteca -como alertara George Orwell-, Garzón será simplemente Garzón, además de un pésimo instructor y un amanuense copión de los informes literario-policiales de turno, redactados por encargo político-electoral en algún lugar de la cloaca estatal. Y muy poca cosa más, si no fuera por el acumulado sufrimiento personal y colectivo que su sólo nombre genera en Euskal Herria a través de su enloquecida lógica antiterrorista e inquisitorial.

Por eso, contra el tiempo y la era de los proscritos, Garzón nunca será Falcone. Nunca. En los arrabales de la dignidad -de la dignidad encarcelada- es un imposible. Un imposible absoluto. Afortunadamente.

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