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Son tiempos para recuperar utopías y para traducirlas en una agenda política clara

Comenta el periodista John Carlin en la introducción a su libro «El factor humano. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación» que en su opinión «(...) todas las sociedades aspiran, conscientemente o no, a utopías de un tipo u otro». A renglón seguido señala cómo «los políticos comercian con las esperanzas de la gente de alcanzar el cielo en la tierra. Como no es posible, las vidas de las naciones, como las de las personas, son una lucha perpetua por hacer realidad esos sueños».

La excepción a esa idea la marcan aquellas naciones o personas con un grado de autocomplacencia y de soberbia tal que han hecho de destrozar los sueños ajenos, de negar los pensamientos distintos, de cercenar las utopías de los otros su única razón de ser.

Otro mundo es posible...

Pero no tiene por qué ser mejor que éste en el que habitamos. No al menos necesariamente mejor. Los sueños, los deseos, las utopías... deben ser formuladas en términos políticos para poder dejar de ser de otro mundo -el cielo al que evocan habitualmente los políticos profesionales- y pasar a ser realidad. En definitiva, para pasar a ser Historia y dejar de ser historias.

Esta pasada semana varios de esos mundos posibles han estado a debate en dos foros de signo distinto, por no decir opuesto. Por un lado, los poderosos se han reunido en Davos, un idílico pueblo suizo que en nada se parece al mundo real que ellos mismos han construido. Por otro lado, indígenas, sindicalistas, campesinos y revolucionarios de toda procedencia y condición debatían en el Foro Social Mundial cómo estructurar una nueva fase en la lucha por un mundo mejor, una vez que este mundo les ha dado la razón, pero no por ello el poder.

La política de los políticos

La gran victoria de los políticos que comercian con las esperanzas de la gente es haber hecho creer a gran parte de esa gente que política es, única y exclusivamente, aquello que hacen ellos; una profesión reservada a unos pocos elegidos. El descrédito de la clase política -ganada a pulso, a golpe de corruptela, de conspiración y de prebendas, miserias de las que esta semana hemos tenido varias y evidentes pruebas aquí mismo- ha traído consigo la falta de confianza de la ciudadanía en la capacidad de cambio inherente a la política.

En ese sentido, la gran «hazaña» de esos políticos profesionales es, sobre todo y ante todo, haber hecho creer a la gente que la política no tiene nada que ver con los sueños y las luchas de las naciones y las personas.

50 años de existencia racionalmente explicable

Hace en torno a una década, dentro de la dialéctica impuesta entre «demócratas» por un lado y «violentos» por el otro, un pensador vasco exponía que ETA ha sido «una aventura ética y política, también una aventura humana». También venía a decir que empeñarse en no entender la lucha de ETA, sin por ello tener que compartirla, suponía la condición básica para perpetuarla.

Han pasado diez años más, y con estos van cincuenta desde el nacimiento de esa organización armada, y esa perduración parece desgraciadamente darle la razón. Por no comprender la realidad, por no querer comprenderla o simplemente por no estar dispuesto a asumir las consecuencias de aceptarla tal y como es, el Estado español ha convertido a ETA, cincuenta años después de su nacimiento, en una organización con decenas de miles, con centenares de miles de militantes.

«Una persona, un voto»

Dentro de esa estrategia, dentro de una involución política que sólo es comparable a la de estados totalmente autoritarios, por ser de ETA sin serlo, sin saberlo o incluso sin quererlo, ocho personas eran encarceladas la semana pasada. Con ellas se encerraba de nuevo la posibilidad de unas elecciones libres.

La estrategia política del ANC comandado por Mandela en los años que narra el mencionado libro se basó en la máxima de «una persona, un voto». Es evidente que la situación de Sudáfrica no tiene parangón, con elementos que la hacen única pero desgraciadamente no irrepetible. Sin embargo, existen elementos comunes entre aquella Sudáfrica y la Euskal Herria actual -más allá del conflicto armado, de los presos, de las víctimas...-. Y es que el elemento clave para entender la situación política vasca es la prohibición o segregación no de unas siglas o de un sector importante de esta sociedad, sino la de un proyecto político legítimo como es la independencia.

Son tiempos de elecciones en parte del territorio de la nación vasca y no cabe duda que esa es ahora la prioridad política. Pero no por ello es menos cierto que es también momento de reivindicar la política con mayúsculas. Porque no se puede obviar que, en el caso sudafricano por ejemplo, no fueron las elecciones sino los cambios políticos profundos, los cambios constitucionales y constituyentes hacia un nuevo país, la transición de un sistema anti democrático a uno democrático, los que posibilitaron un cambio que, si bien tampoco trajo el cielo a la tierra, abrió las puertas a la utopía de una nación de iguales.

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