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Jesus Valencia Educador Social

Entre el dolor y el humor

 

Participar en la empinada marcha de Euskal Herria es un ejercicio de obligada ductilidad. Las distancias entre el dolor y el humor son cortas, y los saltos, de un sentimiento al otro, permanentes. Dolor y humor no son, en nuestro caso, vecinos bien avenidos. Son, más bien, pareja de hecho que se necesita y se complementa. Hay una larga lista de razones por las que sobrevivimos y avanzamos. Una de ellas, y nada despreciable, la capacidad que tenemos para hacer broma con nuestras pesadumbres y entremezclar lágrimas con champanes.

Una amiga, que fue detenida y humillada por la Ertzaintza, suele recordar el suceso entre rabias y cachondeos. Los controles de carretera contra quienes van a manifestarse son lo más parecido que he visto a una transfiguración colectiva; quienes estaban en el arcén enfilados, apuntados de arma e identificados, son un hervidero de furias y chanzas cuando arranca el autobús. El acceso al recinto donde se doblaban las perseguidas papeletas de D3M era un ejercicio de cautelas y precauciones; tarde de domingo militante y clandestina, con una celosa guardiana en la puerta y persianas bajadas para evitar sobresaltos. Una vez llegados al lugar del delito, una cuadrilla variopinta de todas las edades trabajaba con frenesí, comía pastas entre respiro y respiro y cantaba a voz en grito «la rifa del cuto del santo hospital».

Pero quizá donde más evidente resulta el contraste es en el territorio de los presidios. Hay cartas de cautivas que son filigrana de estética y cartas de presos salpicadas de humor. Todas las concentraciones a favor de los secuestrados tienen dos tempos. Pegada a cada cartel hay una historia real de sufrimiento intenso: familias desgarradas, vidas en ralentí, intensos tiempos de vida miserablemente robados... En esa representación nada es apariencia o simulacro; cada gesto está cargo de emoción y sentido. Acabado el acto y replegadas las herramientas, llega la hora del saludo efusivo, del reencuentro amistoso, del abrazo cordial, de compartir un trago o de preparar una hipotética cena de gorrinillo al horno. La madre de una presa luce arreglo de peluquería porque, al día siguiente, visita a su hija. Sorprende con su sonrisa fácil la pareja que tiene dos hijos presos en cárceles diferentes. Amparo Las Heras, cuando supo que Garzón había prohibido su bienvenida, comentaba que todo aquello resultaría cómico si no fuera trágico. En el ongi etorri, que al fin se celebró en las catacumbas, la vimos acongojada recordando a quienes se habían quedado dentro. Minutos más tarde, hacía peligrosos ejercicios de trapecio, encaramada en una escalera, para retirar su foto; mientras, el personal de a pie brindaba y aplaudía.

La risa, en estas situaciones, no es una expresión de insensatez colectiva. Es, por el contrario, galanteo a la vida, una forma sabia de disfrutarla en tiempos de adversidad. Algo que quisieran arrancarnos de cuajo y que no lo consiguen. Un preso, gran internacionalista y mejor amigo, recogía en una de sus cartas esta apreciación: «Alucinan cuando escuchan nuestras carcajadas o cuando comprueban que, pese a todo, vivimos en lugar de sobrevivir».

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