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Volar en la jaula

Cuando escuché a Su Santidad decir en la gran asamblea evangélica de Madrid que «no se puede seguir a Jesucristo fuera de la Iglesia», oí el duro portazo que daba el Vaticano al cerrar la puerta de la jaula en que han vuelto a introducir la esencia religiosa, que es una esencia de libertad, de multiforme búsqueda de la justicia humana en las horas de cada día. Era como si hubieran excomulgado las almas del Papa Juan, de los seguidores de la heroica teología de la liberación y de tantos pensadores que se han esforzado por hacer de Cristo el Dios que se encarnó para conocer la vida del hombre, como dijo en una hermosa, imaginativa y breve parábola un teólogo creo que alemán, si no me traiciona la memoria en el momento de escribir.

La aspereza del actual pontífice se incrementó con otra frase que nos devuelve a los tiempos de la trascendencia absoluta, cuando se creía que el mundo actual constituía estrictamente un tránsito, generalmente poblado de dolores, y no la ocasión gozosa de construir la existencia del hombre. Dijo el papa: «Quien cede a la tentación de ir por su cuenta o de vivir la fe según la mentalidad individualista que predomina en la sociedad corre el riesgo de no encontrar nunca a Jesucristo o de seguir una imagen falsa de El». Hay en estas afirmaciones un olor a condena, a fuego, a advertencia sobre la potencia infernal. Se hace una oferta de miedo en el creyente.

Primero en la referencia a la «tentación», porque si hay tentación hay alguien que tienta con poder agobiante, alguien que es ajeno al poder de nuestra propia libertad, algún diablo siniestro capaz de negar en el hombre su responsabilidad en la construcción del mundo y arrebatarle de si mismo. La imagen del hombre como depositario de un espíritu capaz de combatir perversas inclinaciones, queda herida o incluso destruída. Se obvia incluso, o al menos no se habla de ello, del enfrentable tentador mundano, del satanás cotidiano que prostituye la creación, ya sea divina o humana.

Pero es que, además, Su Santidad da por sentado, al parecer, que la esforzada búsqueda individual o solitaria de Cristo, o sea, al margen de la Iglesia institucional, puede devenir en una impotente y desatinada tarea para incitar uniones y esfuerzos colectivos que encaminen la edificación comunitaria. Esto es, que no se puede operar espiritualmente si no es alojado entre las paredes del templo -tal creían también los judíos- y en ejercicio de los cinco mandamientos de la Iglesia.

Creo que al dibujar así el horizonte espiritual se niega la capacidad humana para convocar, desde una entrega individual, el ejercicio colectivo de la justicia frente a los poderes que custodian las múltiples y distintas jaulas que eliminan la dignidad humana. Hay que añadir, pienso, que esa fe libre también crea iglesia que es, al fin, la asamblea de los creyentes en su múltiple capacidad de acción. Una asamblea, subrayemos, con una alta capacidad de acción. Quizá convendría citar al llegar aquí el humanismo franciscano, que es algo así como un ecologismo de Dios, si se me permite esta figura.

El poder de Roma es aún aplastante, el poder de la «Roma locuta», pero yo me pregunto si ese poder, que nació de la invasión del cesarismo constantineano en el alma de los súbditos del imperio, no pervive custodiado por poderes que a la vez que dicen reverenciar a la Iglesia la penetran y explotan como violadores. Esos poderes han decidido la construcción de grandes jaulas en las que la libertad del hombre vuela dándose mortales golpes con la rejería. Es una libertad de columpio a columpio, de sueño a sueño o de tristeza a tristeza. Es una libertad no para poblar el bosque de hermosura sino para cantar sin escapatoria en los oídos de quienes la han comprado en el templo. Una libertad que garantiza cuatro gotas de agua y un puñadito de cañamones. Cristo no vivió en esas jaulas.

Cuando escucho a la Roma de nuestro día se me enreda el alma en el Dios veterotestamentario; un Dios adusto, severo, sin esperanza de amarle al margen del temblor, del «dies irae» que suscita el trueno. En definitiva un Señor que provoca la tremenda pregunta de Kempis: «¿Qué miras aquí no siendo éste lugar de tu reposo?». Quizá Juan XXIII orientó a muchos cristianos para que afinaran el oído teológico y se consagraran al Dios benévolo que había traído consigo el Cristo. Porque el reino de Dios también es este mundo. Y es, además, el reino del hombre.

Oída la homilía de Benedicto XVI ¿qué hemos de hacer con los que, a orillas del gran mundo dorado, mueren de hambre, con los que existen sin libertad, con aquellos que son perseguidos por la justicia? ¿Rezar? ¿Pero en qué ha de consistir la oración? Ese es el problema. Desde luego parece que la oración del cristiano ha de consistir en algo más que en el rito y la liturgia, o que en la contención íntima de la exigente naturaleza, o que en la extrema observancia de lo que resulta adjetivo sin considerar el maltrato cotidiano que niega los derechos del ser humano.

Cuando me asomo todos los amaneceres al mundo por ver qué pasa llego siempre a la misma conclusión: que lo espiritual obliga al alma, pero lo material exige a la mano. Tal vez esta amalgama entre lo espiritual y el materialismo -dicho así, bárbaramente, para ahorrar mayor discurso- no sea ni académico ni ortodoxo, pero alimenta. Y esto de alimentarse del bienestar que dan las cosas legítimamente ganadas, o de la justicia legítimamente ejercida, o de la libertad connatural, o de la igualdad legítimamente vivida conduce el espíritu a la nobleza de la palabra debida, a la satisfacción de la vida robusta y limpia. Conduce a la asamblea del pueblo, que es lo que viene a ser, de alguna forma, eso que llaman iglesia, si la palabra no estuviera ya tan comprometida.

Conste que contemplé con admiración la entrega de la multitud de jóvenes que rindieron culto a su Papa. Constituye una gran cosa que el entusiasmo enérgico y limpio mueva a la juventud, ahora tan perdida en eso que creen ejercicio de la libertad y que no es, tantas veces, más que una miserable y vocinglera huída de su responsabilidad social, una traición a la herencia que recibieron de aquellos que sacrificaron su vida por crear otro marco de convivencia.

¡Pero...! Pero es preciso que esa juventud papal o papista no se duerma en la contemplación seráfica mientras las masas son asesinadas por el llamado orden que administran los que no rezan sino en la Bolsa y no fabrican más que violencia con que acuñar dinero. Si eligen a Dios, como motor único de su proceder humano, que sea el Cristo que azotó a los cambistas que negociaban suciamente en el atrio del templo o que decidió facilitar un buen vino para la alegría de la fiesta en Canáa.

Jóvenes que sometan a meditación profunda el modelo de sociedad que se resiste a morir sino es repartiendo muerte.  Y que tras esta meditación salgan a la plaza pública a gritar un «¡no!» cargado con la energía de los hechos. Jóvenes revestidos de revolución.

En fin, ahí queda el sermón de este viejo que reza todos los días y luego relee un párrafo de «El Capital» para hacer bien sus cuentas. Ya sé que de mí dijo Manolo Vázquez Montalbán, con todo el cariño que nos unía, que mi cabeza era un revuelto de setas en que aparecían autores y teorías sin el debido orden de una seria doctrina gastronómica; pero ¿y lo que me costó encontrar esas setas para brindarlas en la txosna a la que acudo diariamente para compartir un pote?

Eso hay que tenerlo también en cuenta, porque la vida de un ciudadano que no pisa alfombra mantiene su fe gracias al cielo de sus mayores, la esperanza de los que nos continúan y el vino democrático del arcipreste.

Uno tiene la extraña realidad de un punto, que no existe sino merced al cruce de dos líneas rectas.

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