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Joxean Agirre Agirre | Sociólogo

El contrapoder

Euskal Herriko Biltzarre Nazionala fue, en 1979, fue un proyecto de instituciones paralelas que buscaba crear un contrapoder popular para hacer frente al entramado institucional de la reforma. El proyecto no se llevó a cabo, de lo cual el autor hace la lectura de que fue más sencillo resistirse a la estrategia de la reforma que activar una alternativa. Treinta años después, Bildu gestiona y pacta desde numerosas instituciones porque, en opinión de Agirre, es una necesidad estratégica de la izquierda, pero advierte de que cambiar el paradigma del poder «exige compromiso en su gestión y desapego personal hacia sus ventajas».

El contrapoder o antipoder es una estructura que se erige frente al poder oficial en un Estado. Casi siempre persigue detener determinadas acciones que afectan profundamente a la sociedad o a un sector de la misma. Descarta, por tanto, programar alternativas al actual modelo imperante, lo cual no es óbice para que, en determinados conflictos, esté inscrito en una estrategia integral.

Acerca del contrapoder de los movimientos sociales existe una rica contribución teórica, sobre todo desde el marxismo autonomista encarnado por Toni Negri y Michael Hardt. También la obra del irlandés John Holloway plantea el contrapoder como un equilibrio necesario en la sociedad; más que eso, construir una lógica del antipoder que elimine las consecuencias históricas del uso y abuso del poder en la historia del hombre. Las luchas sociales en diferentes latitudes del planeta son ejemplos manifiestos de un contrapoder operando desde la misma sociedad. Su principal manifestación son las innumerables prácticas de resistencia en las que la población se autoorganiza con el fin de resistir a los poderes establecidos.

Los dos estados en los que estamos encorsetados son territorios en donde se expresa una determinada correlación de fuerzas, y por lo mismo sus componentes -leyes, instituciones, políticas- son apreciablemente fluidas. ¿Qué quiere decirse con ello? Que, además de responder a la identidad básica del orden existente, expresan también la composición, vitalidad y pujanza de los actores sociales. El rechazo al universo estatal y político no debe implicar soslayarlo, sino asumirlo críticamente. Hay que entrar en ayuntamientos y oficinas públicas, en los parlamentos y hasta en los tribunales; hay que entrar para combatirlos desde dentro, articular nuevas mayorías que permitan su transformación y obtener el refrendo popular a esas transformaciones. No en vano los tres ejes revolucionarios esenciales del conocido como Socialismo del siglo XXI son: sustituir la economía de mercado por la economía de valor democráticamente planeada; el Estado clasista por una administración de asuntos públicos al servicio de las mayorías y, la democracia capitalista por la democracia directa. En algunos países de América Latina esta vía tiene un recorrido real, con errores y sobresaltos, pero partiendo de su integración crítica en las instituciones preexistentes.

En Euskal Herria, Euskal Herriko Biltzarre Nazionala fue un proyecto paralelo al de las instituciones emanadas del franquismo que, sintonizando con los objetivos inmediatos referentes a la ruptura democrática y el establecimiento de un nuevo marco, intentó agrupar a diferentes sectores populares actuantes en el campo económico, social, político y cultural. Corría el año 1979, y aquel proyecto buscaba, en suma, forjar un contrapoder popular que hiciese frente al avance institucional de la reforma neofranquista. Aquel proyecto nunca cuajó, con lo que resultó evidente que había sido más fácil resistirse a la estrategia de la reforma que poner una alternativa en marcha.

Han transcurrido más de treinta años desde entonces, en la mayor parte de los cuales la izquierda abertzale ha basculado entre la tentación de instalarse en un rechazo global a las instituciones, proyectos y leyes del sistema y poderes establecidos tras la muerte del dictador Franco, y la necesaria intervención que reclaman las bases populares ante una realidad política, social e institucional establecida y asentada desde hace tiempo. Esa dialéctica nos llevó, durante años, a plantear rechazos frontales sin proponer alternativas, entendiendo que enmendar la realidad institucional y sus iniciativas era poco menos que dar por bueno el status quo, dándonos por asimilados. En otros períodos históricos, por el contrario, entendimos que era pertinente hacer propuestas alternativas, globales o parciales, en cuestiones y decisiones que afectaban directamente a la sociedad, a las personas.

En el terreno medioambiental o de la vertebración del territorio, supimos proponer cambios o alternativas que mejorasen los proyectos amparados en una falsa idea del desarrollo. En la gestión municipal, hemos ido tejiendo una tupida red de colaboración y confianza mutua con la ciudadanía, hasta el punto de que no existe un solo pueblo de Euskal Herria que, tras tener un gobierno municipal presidido por la izquierda abertzale, haya cambiado de signo con posterioridad, excepción hecha de aquellos casos forzados por la exclusión de nuestras candidaturas. A cada intento de imponer un macroproyecto que afecta a la población de manera sustancial, hemos sabido contraponerle un principio universal: dar la palabra al pueblo y que éste elija. Pero también una solución más cabal: así, la incineradora, el puerto exterior de Pasaia, el Tren de Alta Velocidad compiten con el tratamiento y reciclaje de la basura, con la regeneración de la bahía de Pasaia, o con el tren social, por mencionar algunos ejemplos.

Ahora, tras largos años de apartheid, algunos asisten atónitos al respaldo obtenido por Bildu en las últimas elecciones, y a su capacidad de pacto, gestión y contemporización en aspectos que, ciertamente, nunca se hubieran abordado igual hace una o dos décadas. Ver a los cesantes Olano, Gasco o Elorza desgañitándose desde sus gabinetes de prensa en su afán por presentar Gipuzkoa o Donostia como enclaves desgobernados, es la mejor muestra de que en la Diputación guipuzcoana y en el consistorio donostiarra corre el aire desde junio a esta parte. Otro tanto ocurre con el pacto alcanzado por Bildu en torno a las garantías de no privatización de la fusionada Kutxa Bank y el mantenimiento de la Obra Social de la entidad de ahorro. Dejando claro que la apuesta de Bildu no es precisamente la bancarización, las posibilidades de intervención real pasaban o por condicionar en alguna medida las condiciones de integración de las cajas, o por no materializar algunas demandas históricas de clientes, sindicatos y beneficiarios de la obra social. Es una deriva reformista desde el prisma del antipoder, pero una responsabilidad ineludible en la estrategia de la izquierda aquí y ahora existente.

De aquí en adelante, tenemos dos maneras de equivocarnos gravemente. Seguir el guión del infantilismo ultraizquierdista que sólo frecuenta bares y chats, es una de ellas. Ven reformistas por todas partes, anatemizan alianzas, pactos y cambios de estrategia, pero sin salir de su blogosfera. Llevan meses cascando a Bildu y, como aquí nos conocemos todos, nunca destacaron por su compromiso real en los tiempos en que ardían las calles. Afortunadamente, se les van acabando las excusas.

Pero la comprensión de la revolución anti-capitalista no como simple sustitución de los agentes detentadores del poder, sino como una profunda y total subversión cultural, es otro aspecto a tener en cuenta. Al disponer cada vez de más resortes de intervención pública, la institucionalización de las estructuras políticas y sociales es una amenaza. Empleando un lenguaje más directo, del mismo modo que es imprescindible trabajar a fondo desde los organismos públicos, podemos limitar nuestra acción política y social al apuntalamiento de los mismos, creando nuestro propio clientelismo y confundiendo medios con fines. Cambiar el paradigma del poder nos exige compromiso en su gestión y desapego personal hacia sus ventajas. Ése es el contrapoder del que estamos necesitados.

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