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Arturo, F. Rodríguez | Artista

Trabajo (y 2)

 

Hemos asistido a un primero de mayo con el horizonte tormentoso. La cultura ha sido en los últimos años un modelo para la actividad económica; de esto no parece que haya duda, sobre todo ahora que el sector cultural se ve burlado de un modo especialmente doloroso. Pero hay que insistir en que, más allá de suponer un motor económico, el arte y la cultura han sido en realidad un modelo en cuanto a formas, estrategias y símbolos. Y sin embargo, el aparato técnico e ideológico que se apoyó en la innovación y en la creatividad como un modo «excelente» de relación con el mercado, mira ahora hacia otro lado cuando se antoja fundamental apostar por la cultura y la educación.

Fueron precisamente conceptos como innovación y creatividad los que presentaron el mundo del arte como inspiración a un capitalismo delirante en el que el brillo del éxito resultaba arrebatador. Los modos de vida, la sofisticación de la imagen y la figura del emprendedor llevaron a entender la juventud, el arrojo y el descaro como valores que podían compartir perfectamente un artista intrépido y un bolsista pujante. En esta situación y convertido el trabajador en un empresario de sí mismo, se culminó un proceso de liberalización que dibuja ahora un mundo más desigual que nunca, un mundo tan extremadamente competitivo e individualista que la noción de lo colectivo solo se entiende como mecanismo de ataque o de defensa.

La precariedad del trabajador de la cultura, del empleo cultural, es hoy más flagrante que nunca; es algo constatable en el trato de la institución con los artistas o en las relaciones de la institución educativa y universitaria con buena parte de su comunidad.

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