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Imanol Intziarte | Periodista

El aprendiz de tiburón que no pudo nadar

Dicen que los tiburones no pueden dejar de nadar porque si lo hacen se van al fondo, ya que carecen de un órgano llamado vejiga natatoria y no pueden flotar si están quietos. O algo así, que doctores tiene la madre Iglesia e ictiólogos el mundo acuático.

El caso es que, a sus 21 añitos, el pobre Moritz Erhardt ha perdido la vida cuando trataba de hacerse un hueco en la City londinense, esa pecera en la que, cuentan, no hay lugar para los débiles con escrúpulos.

Erhardt, estudiante alemán de la Universidad de Michigan, era becario en la oficina londinense del Bank of America. Globalización en estado puro. Sus compañeros en la residencia de estudiantes hallaron su cuerpo sin vida en la ducha. Según el diario británico «The Independent», había estado 72 horas consecutivas trabajando sin descanso y sufrió un ataque de epilepsia. En lenguaje empresarial, Erhardt era «flexible».

A raíz de su fallecimiento nos hemos enterado de la descarnada pelea que existe por hacerse un hueco en ese mundo de selectos clubes y trajes a medida en Saville Row. Al parecer, las jornadas maratonianas son habituales, haciendo un alto solo para coger un taxi hasta casa, pegarse una ducha, cambiarse de ropa y acto seguido regresar a la oficina en el mismo taxi, que estaba esperando en la puerta. «El tiovivo mágico» lo llaman, un circulo infernal que solo se puede aguantar a base de estimulantes.

Moritz Erhardt llegó a Londres para siete semanas, le quedaba una para terminar un periodo de prácticas por el que iba a cobrar unos 5.000 euros. Dinero. Mucho. Ese es el cebo por el que sacrificarse y, al mismo tiempo, pisar a todo el que se interponga en el camino. Lo reflejó muy bien Oliver Stone en su película «Wall Street» (1987), con Michael Douglas y Charlie Sheen como actores principales. El hombre es un lobo para el hombre, escribió el comediógrafo latino Plauto unos doscientos años antes de nuestra era, y más de dos mil años después la expresión no ha perdido un ápice de vigencia. ¿Hasta dónde merece la pena llegar? Ahí lo dejo.

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