¿Cree alguien que un ser humano, por entrenado que esté, puede correr en bicicleta 200 kilómetros a la velocidad que excite suficientemente a los comentaristas de las distintas televisio- nes del mundo, con cinco puertos enormes, a pleno sol y precisamente en esas horas del mediodía y las sobremesa en las que cada verano los médicos nos recomiendan no salir de la sombra? Eso no es deporte, sino una industria en la que el beneficio se extrae de la mitificada «capacidad de sufrimiento y recuperación» de los ciclistas. Luego, los mismos que organizan trazados inhumanos o los responsables de los equipos que saben (y si no debieran ser despedidos) todo cuanto ocurre en el equipo, se echan las manos a la cabeza cuando se detecta un nuevo caso de dopaje. Ahora han descubierto a Floyd Landis, ganador del que se suponía el Tour más limpio de la historia por las expulsiones que se hicieron antes de la salida, entre ellas las de los principales favoritos. El pasado año le tocó el turno a Roberto Heras, ganador de la Vuelta a España. Es evidente que es hora de poner orden en todo esto y establecer unas reglas no sólo comúnmente aceptadas, sino que sean realistas con lo que se exige a los ciclistas. Y hay que hacerlo sin hipocresía, admitiendo que la competición de élite no es un ejercicio saludable sino una profesión de riesgo en la que también dominan las relaciones laborales y sus exigencias más duras. No se trata de estigmatizar a los pillados porque nadie se dopa sin una estructura que lo arrope. -