La euskal herria rural
Karrantza, en busca del valle olvidado
El valle de Karrantza será punto de partida el próximo 22 de marzo del primer testigo de la decimoquinta edición de la carrera en favor del euskara Korrika. Es la comarca más occidental de Bizkaia y quizá por ello la más desconocida e injustamente olvidada.
Joseba VIVANCO
Desde Balmaseda, la carretera que nos conduce al territorio más occidental de Bizkaia se antoja más larga de lo que indican las señales. Curva a la derecha, curva a la izquierda. «Salvemos Karrantza. ¡No a los molinos!», reza una pintada en un contramuro en el arcén, lo que nos reafirma en que vamos por buen camino en busca del valle que, dicen, salvaguarda como pocos en Euskal Herria su idiosincrasia y su carácter rural. Son las nueve de la manaña de un domingo de enero y la bruma nos impide adivinar desde el pórtico de entrada al valle, el alto de la Escrita (430 metros), lo más remoto y profundo del escondido paraje que se abre bajo nuestros ojos. Hasta llegar abajo, por delante nos aguarda un auténtico `tourmalet' de giros que revelan la razón de que este enclave haya sido y sea cuna de grandes aficionados a la bicicleta.
A mitad del mareante descenso, un cartel nos invita a visitar la iglesia del Buen Suceso, que alberga la virgen más venerada por los lugareños y es cita romera a mediados de setiembre. Cencerros de unas vacas lejanas, gallinas que corretean como pollos sin cabeza y una caricatura de perro villano, originario de esta comarca de Enkarterriak, conforman el retrato de bienvenida al visitante. Junto a la cuidada iglesia, privilegiado mirador en días claros de la todavía virginal naturaleza de este valle, llama la atención una plaza de toros donde el otrora empuje de los fieros zahínos da la impresión de haber sido sustituido por el dócil pastar de las mansas vacas. Aquí, en silencio y sin saberse observado por nadie, uno no sabe si sentirse toro o torero.
Fuera, junto a la puerta del único de los dos caseríos habitados y adyacentes a la plaza, una mujer con traje de faena, que no de domingo, aguarda sin la prisa que confiere el madrugar. «Esta plaza tiene más años que yo», responde. Se llama Manuela Gómez y prefiere callar sus años. «El 18 de setiembre se suelen hacer buenas toradas», añade. El resto del año, este original ruedo languidece como el achacoso perro villano que nos merodea. En el interior de la oscuridad del caserío se adivinan unos amenazadores ojos brillantes, acompañados de fieros ladridos sujetos a una cadena. «A ése no le suelto porque puede morder. Son buenos perros para pescar a las vacas», nos advierte.
Enfilamos hacia lo más profundo del valle y el dibujo de un Tiranosaurius Rex, que parece relamerse con la presencia de un grupo de ovejas al otro lado de la carretera, nos informa de que a tres kilómetros se encuentra el parque temático de la fauna El Karpin, uno de los ganchos turísticos de la zona en estos últimos años y visitado durante el pasado 2006 por unas 55.000 personas. Fauna ibérica mezclada con representaciones a tamaño natural de legendarios dinosaurios.
El descenso sigue. Dejamos atrás el barrio del Callejo. Por fin, tocamos suelo. Es el barrio que le llaman «de la estación», donde el tren de FEVE se detiene. Un par de kilómetros más adelante, ya en la llanura, está el corazón del valle desde el siglo XVII, el barrio de Concha. La noche del sábado ha sido movida. La plaza central, punto de reunión de los jóvenes, está repleta de vasos de cristal estrellados contra el suelo. Junto al imponente edificio consistorial, aguardan Rafa Arriola, miembro de la asociación Karrantza Naturala, y Jesús López Illalba.
Este último es el párroco de un valle que cuenta con nada menos que 16 parroquias. Curiosamente, no hay ninguna en su núcleo principal. «Aquí no hay ni iglesia central ni misa de doce. El domingo se celebran tres eucaristías y se va rotando», aclara este hombre de aspecto bonachón, del que no sorprende saber que además de encarnar al popular carbonero cada 24 de diciembre, también cumple con ser una de sus tres majestades en la Cabalgata de Reyes.
«Hace ocho años había cuatro curas; ahora uno... y medio». Este bilbaino de 65 años llegó hace sólo cinco a Karrantza nada más regresar de una fe misionera que le llevó a Ecuador y Angola. Jubilado desde hace unos meses, sigue con su actividad pastoral y social, amén de haberse convertido en un carranzano más. «Aquí, el papel del cura entre semana es el de visitar las casas. Damos mucha importancia a esas visitas a la gente mayor o simplemente a los vecinos. Eso sí, hay un precio que pagar, que es tener un buen estómago», se confiesa con humor mientras sorbe un mañanero café en uno de los bares de la plaza. Otro de sus cometidos es el de restaurar las muchas iglesias que salpican el valle. «Y, luego, esporádicamente, celebrar los hechos humanos profundos, como el nacimiento de hijos, bodas, funerales... Cuando se despide a los muertos, medio valle se mueve. Lo mismo ocurre con el nacimiento de un niño. Aquí no es una fiesta, como en el mundo urbano, sólo para la familia; aquí lo es para todo el barrio. Un barrio que tiene un niño, tiene un futuro», filosofa. Como en el de Ranero, donde la deseada y pequeña Naia ha sido la última carranzana en llegar.
Cuarenta y ocho barrios formados por entre seis u ocho casas cada uno, dieciséis concejos que se reúnen en torno a una parroquia. Sus 138 kilómetros cuadrados la convierten en la comarca de más extensión de Bizkaia, pero también en una de las históricamente más injustamente olvidadas y desconocidas por los vascos. «La única zona rural de Bizkaia donde se vive y trabaja la tierra», apostilla orgulloso Julen del Cura, otro de los miembros de la asociación Karrantza Naturala que se suma a la temprana tertulia.
¿Realmente sigue ligado este singular valle a esa alargada imagen de enclave rural, alejado del mundanal ruido de la ciudad, imbuido de naturaleza, que da cobijo a la mayor ganadería bovina de Euskal Herria y cuyos habitantes son conocidos por su carácter duro y directo en las palabras y en los hechos? «Dentro del panorama paisajístico rural vasco, el deterioro es tremendo, y aquí, Karrantza se mantiene como una de las pocas islas», insiste Del Cura. «Los carranzanos, cuando vamos a Bilbao, nos preguntamos, ¿pero qué les pasa a éstos?», apuntilla el párroco que apura su desayuno antes de la misa de once en el barrio de Matienzo.
Las entrañas de las peñas y montañas que encierran el valle albergan algunas de las cavidades más fantásticas que los ojos humanos pueden contemplar, como las promocionadas cuevas de Pozalagua, únicas en el mundo por sus excéntricas estalactitas que retan todas las leyes de la gravedad, o las no menos relevantes de Venta Laperra, con grabados rupestres de hace 30.000 años.
«Aquí te encuentras restos arqueológicos sólo con ir a caminar. En todo el País Vasco no hay una zona con más cuevas, dólmenes y túmulos funerarios, porque en otros lugares con tanto pinar y tantas pistas forestales ya casi no quedan vestigios», detalla el sacerdote, al que se le iluminan los ojos al hablar de su afición preferida: la enorme riqueza patrimonial de Karrantza. «Me lo decía un día la antigua directora del Bellas Artes: Karrantza en unos años será monumental», aventura .
Pero Karrantza sigue siendo un tesoro en exceso guardado dentro de sus límites. La labor callada de personas del pueblo por sacar a la luz este ingente patrimonio natural y artístico choca con la imagen exterior de un valle ganadero por excelencia. Ya en el año 1.100 hay documentación de cómo Castilla enviaba sus rebaños de ovejas a pastar a las ricas zonas altas del valle. Aquellos pobladores de las alturas fueron poco a poco descendiendo a lo más interno del gran valle, asentándose en torno al río con sus ferrerías y molinos de harina. Un asentamiento, como vemos, construido al revés, de arriba a abajo.
En el año 1962 había censadas 26.000 ovejas. Aquella ancestral actividad pastoril, sin embargo, dejó paso poco a poco a otro tipo de ganado, el de dos cuernos. Hoy aporta el 60% de la cuota láctea de vacuno de la CAV. Aquí las vacas lecheras confunden con el paisaje sus pintas negras sobre fondo blanco. La dedicación de muchos de sus alrededor de tres mil habitantes tiene que ver con la ganadería. Un sector, curiosamente, por el que cada vez se apuesta menos, excepto aquí. Pero los tiempos cambian, también en Karrantza.
En el barrio de Otides, dos amplios establos al aire libre están inmersos en plena actividad, ajenos a la letanía dominical de que «al séptimo día descansó». Bajo la atenta mirada de las imponentes peñas de Ranero al fondo, Iñigo Hernaiz, un joven ganadero de los que ya no quedan muchos, va de un lado para otro. «Llevo en esto toda mi vida y tengo 36 años. Viene de mi padre, de mis abuelos... siempre han tenido vacas», cuenta. Aunque esa tradición familiar esté sujeta a los nuevos tiempos, lo que antaño era una cuadra bajo la vivienda familiar, con una veintena de reses manejadas entre toda la familia, hoy se ha transformado en explotaciones grandes. La suya suma 140 cabezas. «Ahora tienes diez veces más vacas, pero con menos empleados. Hay que evolucionar porque el mercado te lo exige. Hay menos explotaciones, algunas cabezas menos que hace unos años, pero mayor producción», aclara. ¿Y el relevo generacional? «Poco, por la calidad de vida. Lo de librar el fin de semana, las fiestas, eso la gente lo lleva mal. La gente quiere tiempo», asiente.
Un potencial natural inigualable, una riqueza patrimonial artística por explotar, una sector ganadero que se aferra a su tradición, ¿hacia donde camina este valle, cruce de caminos en la montañosa ruta por el oeste a Cantabria? «Siempre andamos parcheando problemas. ¿Por qué no se plantea un debate social sobre qué modelo queremos para este valle?», se pregunta Rafa Arriola, uno de los integrantes del colectivo Karrantza Naturala, asociación que en los últimos tiempos se ha erigido en el catalizador que necesitaba una población de la que, resaltan, «no sabe apreciar bien el poder de unidad que atesora para conseguir lo que quiere. Hay mucho capital humano; la pena es que falta un instrumento que lo dirija».
En su día, la batalla contra la línea de alta tensión que iba a atravesar la comarca se ganó con la paralización del polémico proyecto. Pero aquello sólo fue el prólogo de su más reciente y lograda victoria, el rechazo a la instalación de un parque eólico en la cresta de la sierra de Ordunte. «No estábamos en contra de la energía eólica, pero la ubicación era un auténtico disparate», explica Rafa Arriola. «Sin ánimo de ponernos medallas, entre los movimientos sociales de Euskal Herria ha sido el único logro que sepamos que se ha conseguido en años. Tiene un mérito indudable evitar que esta gente pasara por encima de todo. Y, sin embargo, no ha tenido apenas eco, nadie te ha llamado para preguntarte», reivindica. El estigma que arrastra este escondido valle vizcaino.
Un ejemplo. En 1995 se inició el proceso de declaración de parque natural de Armañón. Aquel trámite ha tardado once años, hasta 2006, en hacerse realidad. «En Bizkaia interesa más potenciar otros parques más del interior. Aquí no ha habido interés político», se quejan. Otra denuncia: En la lindante Cantabria, el descubrimiento de las cuevas del Soplado ha supuesto un importante desembolso económico promocional por parte del Gobierno cántabro. «Son cuevas menos importantes que las de Pozalagua, que llevan abiertas desde 1991. Si las de Pozalagua hubieran estado en Durango o en Gernika, ¡habrían hecho hueco hasta para aterrizar al lado!», ironiza Del Cura. Hoy, Pozalagua, con una mayor proyección, recibe unos 40.000 visitantes anuales.
«Karrantza necesitaría una especie de declaración general que protegiera todo su valor y sus peculiaridades», propugnan los dos miembros de esta asociación. Porque, según denuncian, Karrantza no tiene planes serios de futuro. «En su día, la ganadería vivió de la política de subvenciones y en cierto aspecto ese modelo fue un fracaso. Pues hoy vuelve a pasar con otro tipo de subvenciones. Ahora quieren que seamos Karrantza turística a base de subvenciones, nos ponen en el va- lle una fábrica de yogures con subvenciones... El modelo de las instituciones para Karrantza es el de las subvenciones, un modelo que es caduco», pone sobre la mesa Julen del Cura.
Rafa Arriola coincide con su compañero e insiste en la política de «parches» que está gobernando el presente del valle. Como la fábrica de producción de lácteos inaugurada por el lehendakari hace dos años. Seguramente la primera y única industria como tal del valle, más allá de la existente de la cantera o la cooperativa local de leche y piensos. Sin embargo, esa inversión no contempló el problema de los vertidos al río, para los que la depuradora no estaba preparada. «Pues así es en todos los casos», apuntillan.
«Hemos conseguido mantener intacta mucha de nuestra singularidad, nos hemos resistido hasta ahora al boom inmobiliario, pero también al ser una población rural, dispersa, las carencias son muchas y el abandono histórico de las administraciones se ha hecho muy patente en la zona», expone Arriola. Laredo, Ramales, Zalla, Balmaseda, son los referentes más cercanos para muchos jóvenes y parejas de carranzanos que buscan salidas laborales o un lugar de residencia que no les deslige del todo de su pueblo natal. A pesar de ello, la población más o menos asentada en el valle se mantiene. Incluso aun cuando al año se celebren más funerales que comuniones.
¿Suficiente? ¿Ideal? Karrantza y sus habitantes parecen no tenerlo aún claro. El debate entre mantener su idiosincrasia o abrirse a una mayor industrialización y urbanización sigue sin estar encima de la mesa. Los habitantes de este valle tienen un enorme potencial cuando se les mete algo en la cabeza. Seguramente va en su carácter. Han surgido en los últimos tiempos grupos de montaña, danzas, euskara... «Puede parecer que tenemos unas estructuras solidarias poco fuertes, pero no es así. Sin embargo, la distancia, el ser el último valle de Bizkaia... parece una especie de complejo que nos retiene», se lamenta Julen del Cura. La asociación Karrantza Naturala parece haberse convertido en ese referente del que tirar. Karrantza, como recordaba el párroco, es monumental. Sólo hay que visitarla.