Así se fabrica la historia
Partiendo de pequeñas anécdotas, Iñaki Egaña denuncia las mentiras con las que algunos sectores han confeccionado a su medida la historia. Y relata el desgarrador testimonio de Nicolasa Aguirrezabala, una de las muchas fusiladas por el franquismo cuya historia ha buscado y con ello colaborado a rescatar del olvido el autor de este artículo: «poniendo nombre y apellidos a la tierra, desbrozando el bosque".
La derecha francesa lee «Le Figaro». Recuerdo que cuando Jesusmari Leizaola fue entrevistado en París antes de dejar el Gobierno vasco en el exilio y retornar a casa, llevaba «Le Figaro» debajo del brazo. Nosotros también tenemos una derecha clásica. Aunque dicen que hay derechas y derechas. A veces enfrentadas. Después del bombardeo de Gernika, en 1937, «Le Figaro» tituló a tres columnas: «Periodistas extranjeros revelan que Gernika no fue bombardeada. Las casas habían sido rociadas con gasolina e incendiadas por el Gobierno vasco». A veces, no tanto. En 1974, cuando el atentado contra el presidente español, almirante Luis Carrero Blanco, el mismo Jesusmari Leizaola, rector del Gobierno vasco, negó la autoría de ETA en el mismo, porque de ser así, como presidente de los vascos «yo me hubiera enterado». Pocos años antes, ETA había matado al comisario Melitón Manzanas, torturador, a quien Valentín Angiozar definió como «sátiro y obseso». EGI, las juventudes jeltzales, dijeron que el autor de su muerte fue un «carabinero que vengaba así las cuentas pendientes que con él tenía, porque el comisario, amparado en su cargo, mantenía relaciones con la mujer de aquél». Otro presidente del Gobierno vasco, más reciente, fue retratado en 2001 en un artículo aparecido en el semanario italiano «L'Espresso». La fotografía con el baile del aurresku ante Ibarretxe, durante la ceremonia de investidura de lehendakari en la Casa de las Juntas de Gernika, apareció definida como «ejercitación de artes marciales en un cuartel de la Guardia Civil atacado por los jóvenes de ETA en el País Vasco». Impresionante.
La lista de las mentiras con que se construye la historia sería interminable y su repaso serviría para contratar un programa estilo «El cocidito madrileño». No haría falta hurgar en demasía para preparar y desarrollar una lista semanal. A modo de ejemplo y en el párrafo anterior, como si se tratara de un ejercicio de estilo de los que nos deleitaba Raymond Queneau, me he dejado llevar por la anécdota de «Le Figaro» para llegar a los tiempos de Ibarretxe. Y a vuelapluma han surgido unos cuantos modelos que avalan la necedad humana.
No es ése, sin embargo, el objeto final de mis letras. La imbecilidad humana nos acosa por doquier y una lista más o una lista menos avalaría simplemente la tesis de que el límite entre verdad y mentira lo marca su uso, o mejor (o peor), el resultado del mismo. Las mentiras, las históricas más aún, sirven para fabricar las razones del presente, construir el futuro y perpetuar, en la mayoría de los casos, la prepotencia de quienes dirigen nuestros destinos.
Esa es precisamente la cuestión. Las mentiras se fabrican para matar, para conquistar, para colonizar... para doblegar. Las mentiras se fabrican para que las mujeres sigan siendo únicamente «el descanso del guerrero» en pueblos dominados por talibanes fronterizos, para que los negros trabajen de sol a sol y sirvan para explicar el origen de nuestra especie, para someter a un pueblo vecino que habla una lengua distinta, para conseguir el mayor beneficio económico. Inventan a Dios para enriquecer a los hombres.
Estas son reflexiones generales a las que llegamos desde historias diminutas, desconocidas, que un día nos sorprenden y golpean. Es cierto que «el contubernio judeo-másonico» o las «armas de destrucción masiva» son fraudes a la historia que justificaron matanzas de cientos de miles de inocentes, en 1936 o en 2006, pero la saciedad nos cauteriza, desgraciadamente. Lo cercano es lo que nos hace temblar, lo que nos emociona. Mi país está plagado de estas historias cercanas. Cuando la escala se reduce, me siento más humano.
Un colega y amigo nacido a las faldas del monte Kolitza me envió una pregunta sobre una de las personas que investigaba. El nombre no me sugirió apenas: Nicolasa Aguirrezabala. Abrí la caja de Pandora, el castigo que llevamos a nuestras espaldas y que se traduce en conocimiento, y lo que descubrí me aterrorizó. Nicolasa nació en Mutriku, trabajaba en Donostia y con 21 años fue detenida porque sospechaban de sus simpatías abertzales. Fue juzgada en sumarísimo, el 753/37, y su causa sobreseída. No había motivos y Nicolasa parecía, hasta para los franquistas, una chica piadosa. Alguien, sin embargo, se empeñó en que debían castigarla. Y al revisar la pena, Nicolasa fue condenada a una multa de 100 pesetas. No más.
Antes de remitir las investigaciones a mi colega, y puesto que me citaba alguna referencia a Zaragoza, decidí buscar en las páginas del diario de Gumersindo de Estella (Martín Zubeldia Inda), un sacerdote vasco desterrado que fue confesor y asistente de centenares de ejecutados en Aragón. Se me heló la sangre. Allí estaba la pobre Nicolasa, su testimonio, su llanto. Nicolasa había sido absuelta, pero alguien la quería muerta. Y la llevó a Zaragoza, lejos de los suyos, a la prisión provincial, le metió una pistola por la boca y le hizo firmar lo que quiso. Y con esa declaración tuvo la condena.
La revelación de las últimas horas de Nicolasa Aguirrezabala Amuchastegui es uno de los testimonios que más me han impactado, de entre tantos a los que he tenido acceso. No por su crudeza, que la tiene, sino por lo que una joven es capaz de expresar cuando tiene la certeza de que no va a sobrevivir y de que diga lo que diga su suerte está en manos de la canallesca. Nicolasa creía estar viviendo una pesadilla: «¡Qué lejos me han traído para matarme!». Gumersindo, su confesor, no dejó tampoco de emocionarse: «Ella continuaba llorando y exclamando: `¡Ay ama, qué lejos estás!...'. Y pronunciaba esta frase y otras semejantes con tanta expresión de dolor y de ternura, que las lágrimas se me venían a los ojos». Nicolasa fue ejecutada por un pelotón compuesto por ocho soldados una mañana de 1938. Recibió tres impactos, cinco de los soldados dispararon al muro. El relato del capuchino concluye: «Ha caído, ya está muerta. Ya hemos salvado a España. Tranquilicémonos. No han faltado las solemnidades rituales: el Juzgado, el Ejército glorioso, la bandera española».
La mentira llegó hasta nuestros días. Nicolasa había sido absuelta y sólo la casualidad, el empeño de un capellán, quiso que supiéramos de su angustia y, de paso, conociéramos la verdad. ¡Qué sino el nuestro! De un lado para otro recuperando lo que nos han robado, poniendo nombre y apellidos a la tierra, desbrozando el bosque lleno de matojos que han ido surgiendo por abandono de unos y por el interés de otros.
Me duele el alma de intuir tanto llanto prohibido y las suelas de mis zapatos ya no dan para más. A cada mañana me asaltan las dudas, quisiera tomar un respiro y dedicarme a lo que se dedica la mayoría de la gente desde que supimos que somos mortales, a la contemplación. Pero el olor a injusticia es tan intenso que apenas me queda elección. Abro las páginas de una web de historia para leer que los vascos somos inventores del pasado. Nos mocharon de un plumazo a los abuelos y a sus antecesores. Escucho en una emisora al cardenal Rouco Varela decir que la recuperación de nuestra memoria amenaza la democracia y compara la situación actual con la previa a la guerra civil. Tengo demasiados años para ser ingenuo: Rouco está pidiendo un golpe de Estado. En un diario de Madrid, afín al Gobierno, se da una versión de la carga de la Policía Autónoma del sábado 24 en Bilbao que si no fuera por el año, 2007, creería salida de la sede de un gobierno franquista en 1967. Dice el citado diario que los manifestantes no eran ciudadanos sino «radicales que actuaron en guerrilla». («Partida de paisanos, por lo común no muy numerosa, que al mando de un jefe particular y con poca o ninguna dependencia de los del Ejército, acosa y molesta al enemigo», según el diccionario de la RALE).
Efectivamente, nos tratan como a enemigos, como si cualquier tiempo, pasado o presente, fuera tiempo de guerra. Y ya lo dijo Michel Kunczik, que la mentira, en tiempos de guerra, es casi una «obligación patriótica». Así, acabarán una y otra vez con Nicolasa y otras y otros como ella. Luego negarán su muerte. Inventarán cualquier cosa para taparla y santas pascuas. Llegarán señores con «Le Figaro» debajo del brazo y nos pedirán templanza y dejarán nuestra historia en manos de falsarios. Me duele el alma, es cierto. Y por eso he encargado ya unas suelas nuevas para mis zapatos.