CRíTICA cine
«Inland Empire»
Los que estén preocupados por el futuro del cine, por saber cuál es el nuevo concepto de audiovisual que vendrá a reemplazar al condenado celuloide, no deben perderse bajo ningún concepto la película «Inland Empire». No es, como se ha dicho, la última locura de David Lynch, porque los artistas visionarios pertenecen a otra categoría que la de simples perturbados dando brochazos simiescos ante el lienzo vacío de la creatividad dormida del inconsciente. Desde que el autor de «Cabeza borradora» empezó a desafiar la capacidad mental del espec- tador, ha emprendido una huida hacia adelante, en la que el objetivo es invalidar y dejar sin sentido todo lo conocido hasta ahora en una pantalla de cine. A fe que lo ha logrado con esta obra suma que es «Inland Empire», cuya polémica presentación en la Mostra de Venecia coincidió con la entrega a su realizador del León de Oro Honorífico por toda su carrera.
Obsérvese que fueron los mismos enviados especiales que se aburren en los festivales de cine, quejándose de que todo ya está visto, los que no soportaron las tres horas de cine experimental puro y duro a las que les sometió David Lynch, despachándolas como una tomadura de pelo. Curiosamente, nada más estrenarse en los cines, surgen foros en internet con usuarios que dicen haber visto la película hasta media docena de veces, confirmando así que contiene más sustancias adictivas que cualquier otra obra de culto. Esos foreros incluso admiten gustosos el reto a su imaginación delirante e intercambian pistas para intentar descifrar lo indescifrable, presa del poder hipnótico que ejerce el mago Lynch con su juego de puertas que conducen a otras puertas, que a su vez abren otras puertas dentro de un laberinto hecho de decorados llenos de puertas falsas, pero siempre traspasables.
En efecto, es el único que puede llevarte por donde quiera, sin argumento, sin respetar las reglas de la narrativa convencional, sin ni siquiera mantener una conexión aparente entre secuencias, gracias a su ya famoso bucle temporal, que le permite crear un espacio abierto donde el ayer y el mañana se confunden como los recuerdos y los sueños.
Se suele afirmar, y con razón, que las cámaras digitales son un peligro en según qué manos. Pero también es justo reconocer que los rodajes de cine conllevaban una maquinaria demasiado pesada como para probaturas o ensayos arriesgados, motivo por el que la tecnología digital da a David Lynch la libertad total y definitiva que siempre había perseguido.
En «Inland Empire» consigue que la imagen sea tan espectral como sus ruidistas fondos sonoros, para desvincularse del materialismo que nutría desde siempre a la que paradójicamente se ha llamado fábrica de sueños. Sólo él tiene en estos momentos derecho a ser tildado de fabricante de universos oníricos y pesadillas varias, en cuanto maestro por derecho propio de la simbología surrealista y del terror abstracto.
Él se refiere en la película a Hollywood como a un lugar maldito, atrapado entre viejas leyendas urbanas llegadas con los cineastas pioneros que vinieron de la Europa del Este, aunque, nada más introducirse en uno de sus siniestros estudios, busca un punto de fuga, desde el cual acometer una digresión hacia otros estados mentales.
«Inland Empire» es una experiencia metalingüística en la que Laura Dern se deja el físico y las neuronas, porque del espectáculo y del humor al vacío ya se encarga esa comedia de situación grabada en un set-madriguera llamada «Los Rabbits».
Título: «Inland Empire».
Director: David Lynch.
Guionista: David Lynch.
Productor: David Lynch y Mary Sweeney.
Fotografía: Odd-Geir Saether.
Música: Angelo Badalamenti.
Intérpretes: Laura Dern, Justin Theroux, Jeremy Irons, Harry Dean Stanton, Grace Xabriskie, Julia Ormond, etc.
Duración: 179 minutos.