Jesús Valencia Educador social
Un divorcio al son de jotas
Cuando dos personas se quieren, cada una respeta el mundo simbólico de la otra. No es el caso. En toda Navarra sólo aparecen banderas españolas en los centros oficiales
La carcundia navarra tiene una especial querencia por España. Alardea de que un primo de su abuelo vivió en Madrid y cree que el pasear por La Castellana le concede rango de hidalguía. Se pasa la vida invitando al Duque de Alba. Y le abre de par en par las puertas de nuestro caserón para que el mentado se instale en él, dé buena cuenta de los jamones y nos posea. Evidente es lo anterior y no es menos cierto lo contrario. Que navarros los hay de muchos pelajes y otros, menos serviles, han mantenido con España relaciones asaz tormentosas. Resultas de un matrimonio impuesto que ha conocido algunas querencias e incontables desavenencias.
Jose Mari Esparza, sagaz observador de la realidad, ha escudriñado la parcela de Euskal Herria en la que él vive. Tras recorrer los vericuetos navarros ha recopilado en un libro hasta «Cien razones por las que dejé de ser español». No defrauda. Trabajo útil para conocer con enjundia la parte oriental de nuestra futura república. Y para descubrir los muchos vestigios de un pueblo que conserva su identidad a pesar de tanto vendepatrias. Por el retablo de Esparza desfilan incontables personajes a los que les une, sin ellos saberlo, la misma credencial: el paisanaje.
Vascones que embarcaron en Sevilla buscando fortuna y reprodujeron en Potosí las «guerras de nación» tan frecuentes en la Península. Carlistas decimonónicos que dejaron la azada para empuñar el arma, más defensores de fueros y comunales que de cetros y dinastías. Los primeros insumisos que, por no acudir a quintas con el ejército español, prefirieron coger el petate y cruzar el charco. Eruditos y pensadores navarros que intentaron conciliar su pertenencia a España con la querencia ancestral a su tierra; fracasados alquimistas de un compuesto que resultó imposible. Instituciones propias que, aún sometidas, siempre resultaban sospechosas a la Metrópoli.
Cuando dos personas se quieren, cada una respeta el mundo simbólico de la otra. No es el caso. En toda Navarra sólo aparecen banderas españolas en los centros oficiales. La única persona que, sin ser guardia civil, hizo gala de ceñirse el tricornio fue Fernando Sebastián (arzobispo de Iruñea, que no paisano). Cuando Osasuna jugó la final en Madrid, sus seguidores protagonizaron la más clamorosa irreve- rencia que haya soportado nunca el himno nacional español.
El libro ha conocido en su corta vida varias ediciones, aunque, al paso que vamos, deberá actualizarse semanalmente. La condena de los jóvenes, el sumario 18/98, la nueva invasión de godos este fin de semana... acumulan nuevas razones para un divorcio cada vez más reclamado. El autor evoca el precedente de otras naciones que pasaron por parecidos trámites de separación y nunca se han arrepentido. A nosotros nos sucederá otro tanto. Mantendremos buenas relaciones, incluso más cordiales, con los españoles amigos. A los que nos odian y vienen a intimidarnos, tendremos el gusto de perderlos de vista, ¡qué alivio! Estos intentarán que el divorcio sea traumático. A nosotros nos gustaría formalizarlo al son de jotas y regado con clarete.