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Fermín Gongeta Sociólogo

Urge una política detergente

Es realmente vergonzoso contemplar a opositores ya instalados en las Cortes del poder en Madrid discutir sobre quién ha saboteado más la democracia y deformado más las leyes con el fin vanidosamente glorificado de castigar en impunidad maltratando a todo opositor en Euskal Herria

Nos acosan. Siguen haciéndolo. Es la presencia de los grupos, hoy de Rajoy, ayer de Aznar, todos del Generalísimo. Piden venganza. Se sitúan tras la bandera española que la empuñan con indignación y rabia como un arma de guerra o una herramienta de castigo.

Su presencia en lugares públicos ha traído a mi memoria la persecución soportada a propósito de esa misma insignia.

Era con motivo de sus grandes fiestas, el Día de La Raza, el día del Caudillo, o el de Cristo Rey, o el de la Victoria, y aquellos especiales en que en cada pueblo, para mayor humillación de los supervivientes vencidos, nos obligaban a celebrar su victoria.

Desde primeras horas de la mañana, el alguacil se paseaba por las calles del pueblo, silbato y papel en mano, gritando tan desaforado como autoritario: «¡Colgaduras!, ¡colgaduras!». Se paseaba varias veces, controlando ventanas y balcones que no estuvieran «engalanados» con su bandera roja y gualda. -Palabra de la que nunca supe su significado-. La advertencia y posterior multa era el objetivo del alguacil. ¡Cuantas más multas ponía, mejor considerado estaría por el alcalde correspondiente!

Hoy los Acebes, Aznares, Rajoys, Zaplanas y un largo etcétera continúan enarbolando sus «colgaduras», su insignia roja y gualda como arma, que pretenden que sea el único elemento de integración, de la pacificación colonial a la que están habituados, a la unidad en su imperio. Es la única racionalidad política posible para unos hombres que no dejaron su militancia militar de saludo fascista y seguimiento al generalísimo.

El Partido Popular intimida a los socialistas. Lo hacen como en otro tiempo lo hiciera la Ceda de Gil Robles o la monárquica Acción Española, o el Cardenal Gomá, o los Primo de Rivera.

El Partido Socialista de hoy es hijo de la moderación de Indalecio Prieto, que siempre pretendió, con excesiva ingenuidad, o de manera pretenciosa, que fueran sus palabras, y no sus hechos, las que consiguieran doblegar la voluntad entorpecida y malsana de la derecha española. ¡Tremendo error!

Son los mismos socialistas que pretenden, con la misma obstinación y empecinamiento que la derecha, que su España, la entera según ellos, es el bien supremo de su nación, muy por encima de la democracia. Son los socialistas españoles los que, ignorando la doctrina de sus grandes maestros, se quedaron leyendo «El derecho a la pereza» de Lafargue. Y allí se detuvieron.

En Euskal Herria se sienten estos socialistas demasiado ligados, casi pegados como siameses, a un Partido Nacionalista que oriundo de un Dios, patria y Rey, han suprimido, o alquilado la patria, se doblegan ante Dios frente al pueblo, y se arrodillan ante el Rey, defendiendo leyes viejas contra una democracia sensata.

«Henos aquí, en pleno periodo electoral -como escribe Emile Zola- y la gran comedia moderna recomienza de nuevo. Molière, hoy, estudiaría en esta situación los apetitos y estupideces de los hombres. Es el celo universal, el escaparate de todas las mediocridades, es la bestia humana, abandonada a sus vanidades y miserias» (Le Figaro, 8 de agosto de 1881).

Sí, es realmente vergonzoso contemplar la actitud ruin de opositores ya instalados en Las Cortes del poder en Madrid discutir sobre quién ha saboteado más la democracia y deformado más las leyes con el fin claro evidente y nunca ocultado sino vanidosamente glorificado, de castigar en impunidad maltratando a todo tipo de opositor en Euskal Herria. Más a que políticos se asemejan a un festín de cazadores tras una fructuosa redada, discutiendo quién consiguió más trofeos.

He ahí la farsa del poder.

La vida política precisa de una buena, fuerte y eficaz limpieza. Desde la insurrección de los generales africanos en julio del año 36 no ha hecho sino emponzoñarse más y mancharse en opresión y sangre. Nada ha cambiado desde entonces. Del lazo azul de nuevo a la camisa de falange. De la ikurriña, de nuevo a la bandera roja y gualda, a la colgadura engalanadora.

Unicamente nos queda enfrentarnos con una política detergente, limpiadora, constante, que no desprecie el lenguaje, que, frente a la intoxicación informativa de telediarios, teleberris y diarios desinformativos, ofrezca lectura, reflexión y acción democrática.

Ellos nos llamaron rojos separatistas. He necesitado demasiados años para darme cuenta de la gloria que eso supone. Y es que hoy, al igual que ayer, únicamente una izquierda abertzale, posiblemente de rojos separatistas, puede ser dinamizadora y detergente político hacia una auténtica democracia en Euskal Herria.

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