Una mujer es brutalmente agredida por dos hombres en Bilbo; en Lizarra un hombre produce varias heridas de cuchillo en la cara a su pareja; en Gernika, una tercera mujer logra escapar por la ventana de la vivienda en la que le mantiene encerrada su ex pareja y donde ha sido sometida a agresiones y amenazas... Son tres espeluznantes ejemplos de la realidad que genera la violencia sexista en nuestro país; casos que, muy al contrario de la excepcionalidad que parecen reflejar, son expresiones de una violencia cotidiana. No hace falta llegar a la muerte para comprender que este tipo de violencia daña física y síquicamente a las mujeres, muchas veces hasta llegar a incapacitarles para desarrollar una vida normal. No sólo por las secuelas de la agresión, sino porque la amenaza suele perdurar en el tiempo, incluso después de interponer una denuncia. Estos hechos debieran constituir un motivo de preocupación prioritario por parte de las instituciones públicas, que nunca debieran conformarse con la mera aprobación de las leyes. Y mucho menos cuando éstas se muestran, cada día, inútiles para dar a las mujeres la protección que esta sociedad debe garantizarles para hacer frente a una violencia de carácter estructural que sólo desaparecerá cuando la apuesta de la sociedad por la igualdad sea unánime y real.