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Pablo Antoñana Escritor

Cuestionario

Doy paso al cuestionario que la nieta Olaia me trae para dar respuesta a preguntas que he de responder. Alegría siento al saber que, al menos en la eskola donde recibe estudios, se preocupan de conocer la vicisitud de nuestras vidas en un minucioso interrogatorio, que sirva de análisis de un tiempo ya ido. El mío, niño de la guerra, ominoso sí, doloroso, de cruel sufrimiento, que parece intención de ser ocultado, no existió, pero en el que conviene entrar a pecho descubierto, rechazar lo de «aquello ya pasó, hay que olvidar», como excusa para exculpar cargos pendientes de su correspondiente purga. Perdimos la infancia y la adolescencia, se ahormó nuestra existencia, como cuerpo de jíbaro.

Pues bien, aquello no pasó, la misma crispación rescatada, las dos banderías mirándose de reojo, a la espera de otro cornetín de órdenes que nos convoque al desastre. Sé que hay episodios igualmente necesarios de recordar de la historia de este país que nos ha tocado en suerte, como son la ignominiosa expulsión de judíos y moriscos, la vergonzosa conquista de América. Pediría que en el programa de estudios hubiese una asignatura obligatoria, sin nota calificadora, que analice, sin pasión pero con rigor, los acontecimientos con los que se ha construido nuestra existencia, dejándola herida y sin curar, fuente de inquietud.

El cuestionario al que respondo es una introspección en aquel tiempo que vivimos cuantos conocimos la guerra y la posguerra. Salvo las únicas interferencias que proporcione el filtro de la «subjetividad», con tanta exactitud expresada por Bergamín, «como no soy objeto no soy objetivo, como soy sujeto, soy subjetivo». Exacto, Don José. Con esta advertencia procuraré resumir cuanto a mí concierne del cuestionario de la nieta Olaia.

La infancia despierta con los primeros días de julio del 36, que vimos como espectáculo, hasta que un camión comenzó a traer cajones con cadáveres de soldados muertos en la trinchera, y conocimos el dolor. Luego oímos de cárceles, fusilados, niños sin padres acogidos a la caridad pública. La escuela fue un recinto al que acudían los hijos de los pobres cuando llovía, o en los fríos del invierno, pues con el buen tiempo trabajaban en el campo, aunque su ausencia se castigaba con un duro de multa. El calendario escolar salpicado de fiestas, Día de la Victoria, de Santa Teresa, del Dolor, de los Mártires de la Tradición, día del Caudillo, día de la Raza, y en un «cuaderno de rotación» se hacían ejercicios para conmemorarlos al pormenor.

Había estricta separación de sexos en la escuela, la iglesia, y en la vida común y los juegos distintos. Los muchachos se entretenían con «los santos», de las cajas de cerillas al palmo con cápsulas de bala, que antes habíamos vaciado en el torno de la fragua, a las canicas, al «veo veo», «a la una andaba la mula»; las muchachas, a los «cabezotes», alfileres con cabeza de cristal coloreado, a las muñecas y a las «prendas».

Sábados de confesión, rosario con la Salve Regina Mater misericordia, incienso, agua bendita en la pila. El domingo a comulgar, sin haber comido ni bebido nada desde la noche antecedente, toque de campanas, misa mayor de tres curas revestidos, música de Perossi en el armonio, una pequeña función de teatro. A la tarde vísperas cantadas en el coro, rezo del santo rosario, y la frecuentación a los oficios religiosos era casi obligación impuesta por las familias de práctica católica, bajo la tutela del párroco. Prohibido trabajar los días de fiesta de guardar, salvo permiso del cura mayor y la alcaldía. Las gentes «de posibles» llevaban cuenta de la asistencia a los oficios, y hacían preguntas casi detectivescas como «quién ha dicho la misa, de qué color era la casulla», lo cual significa que la práctica se cumplía a disgusto. Cuando Pascua Florida, comunión general, a la salida, paso por la cantina a beber cazalla con galleta María, y por la tarde, los ya confesados y comulgados por la mañana, visita en Logroño a la casa de la Catalana, o de la Nieves, en la que el cura del pueblo vecino se había dejado el paraguas el día de antes. Al anochecer del domingo, al cine, ponen película por jornadas, pero hay que pasar por la puerta de la iglesia para conocer la «clasificación: blanca para todos los públicos, roja, mayores con reparos». Si no, paseo calle arriba, calle abajo, y asomarnos al salón de baile a contemplar el «agarrao», y con ello saber quiénes estaban pecando mortalmente.

Los niños llevaban pantalón corto con «gatera» y el paso a la adolescencia,se acreditaba con el pantalón largo, fumar a escondidas y seguir a las muchachas que se pintaban las pestañas con carboncillo.

La información política la recibimos de los maestros que nos recitaban los puntos de la Falange, leían folletos sobre la Formación del espíritu Nacional, Palabras del Caudillo, los rojos eran la anti España, los judeo-masónicos-separatistas. España tenía una misión sagrada en el mundo. Los curas y monjas participaban del entusiasmo del Alzamiento al que llamaban Cruzada, y nos la mostraban como tal. Había disidentes que, carlistas vencedores o republicanos vencidos, coincidían en su desafección al Régimen. La misma guerra nos marcó el alma, marcada la llevamos y tuvimos ocasión de oír, al pormenor a quienes en ella participaron, que contaban, como hazañas narradas con entonación, el paso del Ebro, Gandesa, Belchite, y parecía inverosímil lo narrado. La escasez, la pobreza, el piojo verde transmisor del tifus exantemático, nuestras cabezas y las costuras de nuestras ropas generoso criadero del piojo vulgar, las moscas y sus veinte artilugios para capturarlas, las pulgas, las garrapatas, las ladillas, el escarabajo de la patata, compañeros inseparables de aquel tiempo de penitencia.

Cierro, y si otro día tengo tiempo, humor y sitio, seguiré porque me dejo mucho que contar.

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