La canciller alemana, Angela Merkel, sorprendió a los periodistas que cubren la reunión de G8 con el anuncio de un acuerdo para frenar el cambio climático. Mientras la Policía de su país pasaba literalmente por encima de una lancha de Greenpeace y proseguía en su labor de reprimir a los altermundialistas, la mandataria germana expresaba su satisfacción por una declaración en la que los ocho grandes manifiestan su acuerdo con una atemporal reducción sustancial de las emisiones de CO2 a la atmósfera.

Aunque la anfitriona de la cumbre de Heiligendamm remarcó que sus invitados adoptaron el compromiso de reducir a la mitad las emisiones en el horizonte del 2050, un recién llegado a este tipo de reuniones de alto nivel, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, matizaba que, tras arduas negociaciones se ha incluido la cifra del 50% que, en todo caso, «no es de cumplimiento obligatorio», sino un objetivo «a ser tenido en cuenta seriamente» por los estados integrantes del G8. Pese a todo, Sarkozy, al igual que Tony Blair, coincidía en remarcar el éxito de que los países más industrializados, los grandes contaminadores del planeta, estampen su firma sobre esa aproximación a un compromiso. Sin embargo, y más allá de permitir al G8 presentar un éxito en una cumbre que se anuncia parca en resultados, la sola aplicación práctica del acuerdo es la autorización a los ministros de Medio Ambiente respectivos para que abran la negociación en el marco de la Conferencia de la ONU, que tendrá lugar en diciembre en Bali. Luego se deja para ese foro la tarea de establecer un calendario de reducciones en 2009 que permita asegurar la continuidad del Protocolo de Kyoto, que caduca en 2012. Las organizaciones ecologistas habían reclamado del G8 dos acuerdos urgentes: el compromiso estratégico de la reducción a la mitad de las emisiones en 2050 y el compromiso más cercano de recortar en un 30% esas emanaciones para 2020. Pese a esas peticiones explícitas, el G8 ha preferido la fórmula de comprometerse a trabajar futuros compromisos.