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La espada de los vascones

El texto que sigue forma parte del primer capítulo de «La espada de los vascones», novela que los interesados podrán adquirir a partir de hoy mismo, al precio de 9,95 euros, en los puntos de venta habituales de GARA.

Pello GUERRA

Se había entregado en cuerpo y alma a la extraña misión que le encomendó Napoleón. Al principio no entendió el interés del gran corso por ese objeto, por lo que el genial general llamaba su talismán. Pero no era la primera vez que sólo Napoleón había tenido la intuición y el valor suficientes para hacer realidad los sueños de mucha gente, esos anhelos que, de otra manera, nunca se habrían cumplido. Bonaparte atesoraba esa increíble facultad de contagiar a los demás su entusiasmo y sus ganas de triunfar. El propio capitán se había sentido preso de ese hechizo mientras le explicaba lo que esperaba de él al destinarle a Pamplona. Sin embargo, ahora todo parecía muy lejano, en especial cuando la sensación de fracaso era la nota predominante en su ánimo.

Desde aquel lugar privilegiado, también podía contemplar los alrededores de la capital navarra, controlados por los ejércitos aliados del duque de Wellington. Agazapados tras sus cañones, esperaban pacientemente el momento de recoger el fruto de tantos meses de bloqueo.

Un centinela que hacía la guardia le saludó. En su rostro se reflejaban claramente las penurias del cerco. «Todo está perdido. No tardaremos en capitular, añadiendo a mi fracaso la condición de prisionero de guerra, lo que todavía me alejará más de mi familia. Voy a empeñar buena parte de mi vida en esta misión imposible de cumplir y sin embargo estoy convencido de que he estado tan cerca de lograrlo».

Las elucubraciones del capitán francés se vieron bruscamente interrumpidas por el sonido de una detonación. No le dio tiempo a reaccionar. La bala estalló junto a él, arrancando un trozo de la muralla, que cayó con gran estrépito al suelo.

La alarma cundió en el recinto. Los soldados salieron precipitadamente de los edificios para la tropa y se abalanzaron sobre los cañones. Un par de disparos fueron su réplica inútil. El enemigo estaba demasiado lejos para alcanzarle, aunque lo suficientemente cerca como para enviarles con su artillería un «regalo» de vez en cuando para recordarles que no tenían escapatoria.

El médico del regimiento se acercó al oficial francés. Los cascotes le habían provocado una herida fatal en el pecho. Junto a él yacía el cadáver del centinela.

La sangre brotaba a borbotones y el galeno se esforzaba inútilmente intentando detener la hemorragia.

-Aguante, capitán -le pidió preocupado su ayudante de campo, el joven François, mientras buscaba un rayo de esperanza en el rostro del médico-. Se pondrá bien.

El herido recuperó la consciencia. El pecho le ardía y sentía que la vida se le escapaba. Por un momento pensó en Eloise, en su hijo Pierre. Qué lejos estaban. Rostros familiares se agolparon en su mente, cada vez más nublada, hasta que también surgió una faz dura, decidida y a la vez cercana. Era la imagen de Napoleón pidiéndole prácticamente un imposible.

-... la espada...

El criado sacó el sable de su funda y se lo acercó a la mano. Entre intensos dolores, el capitán apreció el contacto del acero. Miró el arma y, al reconocerla, la lanzó lejos de él en un último esfuerzo.

-He fallado, sire. No encontré la espada... la espada...

Y giró la cabeza por última vez mientras el viento barría el escenario de una nueva tragedia en medio de una Europa en llamas. Una lágrima rodó por el rostro del joven ayudante de Pierre Laville, mientras recogía el sable con cuidado, como si fuera una mercancía muy frágil, antes de depositarlo de nuevo entre las manos del ya fallecido capitán.

El doctor se limpió las manos de sangre en una tela que le acercó un teniente.

-¿Ha muerto? -preguntó el oficial-.

El médico asintió antes de mirarle fijamente a los ojos.

-¿Qué espada tenía que buscar Laville?

El aullido del viento fue la única respuesta.

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