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América Latina: El espejo francés

El apabullante triunfo de la derecha francesa, en el país que protagonizó algunos de los más importantes movimientos sociales del siglo pasado, debe ser un toque de atención para los latinoamericanos. Bajo la euforia que regocija estos años a muchos progresistas, las distancias con los más pobres y el abandono de las posiciones históricas pueden estar abriendo el camino a las fuerzas más reaccionarias de la región.

La octava tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin parece describir casi a la perfección la relación entre los suburbios poblados por inmigrantes y el presidente Nicolás Sarkozy. «La tradición de los oprimidos nos enseña que `el estado de excepción' en el que vivimos es la regla», escribía poco antes de su muerte, en plena noche fascista. El aserto inspiró al filósofo italiano Giorgio Agamben a la hora de escribir «Estado de excepción» (Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004), un documentado y exhaustivo estudio de lo que considera como «una guerra civil legal» en curso en la actualidad en todo el mundo. El estado de excepción o de sitio, emancipado de la situación bélica a la que estuvo ligado orignariamente, pasó con el tiempo a ser utilizado como medida para contener desórdenes, crisis políticas y económicas. Considera que en vivimos en estado de excepción permanente -agudizado luego del 11-S- que sintetiza la profunda transformación que viven las democracias.

La actualidad de su pensamiento es evidente. En Francia hace menos de dos años se aplicó el estado de emergencia durante la revuelta de las periferias como única forma de contener a los jóvenes que en tres semanas quemaron nueve mil vehículos. El jefe de Policía dio por terminada la revuelta la noche que ardieron sólo 98 autos, ya que el promedio de la última década es de 100 coches incendiados por noche. Este dato revela la profundidad de la «guerra social» que se libra en uno de los países más ricos del mundo; la dificultad para contener a millones de jóvenes marginalizados y la «necesidad» de medidas policiales permanentes. La represión, casi 600 procesados, vino antes que los «planes sociales» con los que inútilmente se intenta apagar los incendios.

Las izquierdas han claudicado ante el modelo neoliberal o se enzarzan en disputas que les impiden trabajar unidas, antes y durante los procesos electorales. El abandono de la crítica al modelo y el vaciamiento del discurso es respondido por la gente con la deserción, lo que explica en buena medida ese 40% de abstenciones en las legislativas francesas. Mientras la derecha dice las cosas claras y promete mano dura contra los jóvenes pobres de las periferias, la izquierda mayoritaria se hace la distraída y enarbola un discurso impreciso.

La rebelión de los jóvenes pobres de las periferias francesas está en la base del apabullante triunfo electoral de la derecha. Algo similar sucedió luego de mayo del 68, cuando la sociedad atemorizada ante la revuelta votó masivamente por Charles de Gaulle, símbolo del orden. Pero la izquierda pagó caro el precio de no colocarse incondicionalmente del lado de los rebeldes: se quedó sin los votos y sin la posibilidad de forjar un potente movimiento social en el que se fusionaran los inmigrantes y los trabajadores franceses precarizados, los del más abajo con los del abajo, por usar una metáfora zapatista.

Lo que sucedió en Francia tiene enorme actualidad para los latinoamericanos. Buena parte de las izquierdas abandonaron su identificación con los más pobres, como sucede en Brasil con el PT, y sustituyen el compromiso con los de abajo con planes sociales asistenciales. En paralelo, los gobiernos que se proclaman progresistas o de izquierda, sobre todo los de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, siguen aplicando medidas que profundizan el neoliberalismo. El resultado está a la vista. El derechista Mauricio Macri será el próximo gobernador de Buenos Aires. En poco más de dos años un presidente de derecha sustituirá a Lula en Brasil. En Chile sucederá lo mismo. En la capital argentina la crisis del progresismo arranca con el incendio de la discoteca Cromañón, donde a fines de 2004 murieron casi 200 jóvenes muy parecidos a los que quemaban coches en París. Ante el dolor de los familiares y amigos, que se movilizan hasta hoy exigiendo responsabilidad a los políticos corruptos que autorizan discotecas que no reúnen condiciones de seguridad, los políticos progres se hicieron los distraídos. En Chile hay decenas de presos mapuches por defender sus comunidades de las empresas forestales, mientras los gobiernos de la Concertación apoyan a los usurpadores. Similar actitud mantiene el gobierno ante los estudiantes a la vez que defiende el lucro en la enseñanza. Ni qué decir de la actitud de Lula, que apoya el agronegocio mientras libera los transgénicos y apoya a los empresarios de la caña de azúcar que mantienen relaciones de esclavitud con los cortadores.

En su ensayo, Agamben esboza, con sombrío pesimismo, un diagnóstico que en buena medida explica el «éxito» de las derechas y la parálisis de las izquierdas: «El totalitarismo moderno puede ser definido como la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político». En América Latina, donde los pobres sufren una guerra permanente por parte de las multinacionales de la minería, del agronegocio y la forestación, no hay más margen para la omisión: o las izquierdas se incorporan a las luchas de los de abajo y toman partido en esa «guerra civil legal», o la lucha de éstos los debilitará a tal punto que ya no podrán sostenerse en el poder. En su lugar tal vez vuelvan las derechas, pero la responsabilidad no será de los de abajo.

© Alai-amlatina

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