«Los historiadores utilizan, sin saberlo, figuras y estructuras de la ficción»
HISTORIADOR
Director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, Roger Chartier es profesor en el Collège de France, ex presidente del Consejo Científico de la Biblioteca francesa, profesor invitado en la Universidad de Pennsylvania y doctor honoris causa por la Universidad Carlos III de Madrid y por la de Buenos Aires. Sus investigaciones alrededor del libro han arrojado interesantes conclusiones.
LA JORNADA | MÉXICO D.F.
En el panorama de la historiografía contemporánea, la figura de Roger Chartier (Lyon, 1945) sobresale por la amplitud de su trabajo. Su interés inicial por la historia de la educación y de las formas de sociabilidad se fue desplazando hacia el estudio de la producción y circulación del escrito impreso, de cómo éste modificó desde finales de la Edad Media la cultura y la sociedad europeas, y de las prácticas de lectura en distintas épocas. Chartier dio un paso decisivo para la superación de los límites metodológicos de la historia cuantitativa del libro y la lectura, que buscaba determinar qué, cuántos y quiénes leen, para internarse en el complejo asunto del cómo se lee.
Usted se ha convertido en el especialista de excepción en la historia del libro y la lectura. ¿Qué nos puede revelar su objeto de estudio sobre una época determinada?
En primer lugar, la relación entre la cultura escrita y las otras formas culturales, como la oralidad, y cómo se articulan de múltiples maneras estas formas de comunicación, de memoria, de construcción de conocimientos o de expresión de sentimientos y afectos. Constituye una vía de acceso posible para reconstruir la totalidad de las formas de relación entre los individuos, y de los individuos con lo sagrado o con la naturaleza.
En segundo lugar, las sociedades occidentales, ya desde la Edad Media, fueron invadidas por la presencia de lo escrito en todas sus formas, no sólo el libro, y se define a partir de esta observación la necesidad de reconstruir los papeles de la escritura como instrumento del poder, como instrumento de la resistencia al poder, como instrumento de la promoción social, como instrumento de la transmisión de la autoridad. Me parece que es una manera de entrar en todo el complejo de las relaciones sociales. Es decir, que es un camino para elaborar una historia política y social a partir de una serie de prácticas y un conjunto de objetos que no son microhistóricos en este sentido, pero que constituyen un modo de evitar generalizaciones abstractas y ver cómo estas relaciones de dominación o la resistencia a las mismas pueden expresarse a través de las prácticas vinculadas con tipos de objetos escritos.
Se ha pasado al extremo de otorgar al lector poderes omnímodos, hasta el punto de calificarlo el verdadero autor de lo que lee. ¿No se ha caído en una exageración un tanto demagógica o, por lo menos, ingenua?
Este tema fue expresado con particular fuerza en el ensayo de Roland Barthes, ``La muerte del autor''. Muerte del autor en cuanto el lector es dueño del sentido, y la intención autoral no importa en relación con este lugar. Esto produjo una impresión de gran libertad de interpretación, de que el lector era el autor del texto. Y me parece interesante porque fundamentó la posibilidad de una historia de la lectura que no estaba escrita ya en el texto. Un lector es un ser histórico y cultural y comparte reglas que dominan las costumbres, las competencias o las prácticas de su comunidad propia, aunque hay lectores que intentan desbordar estas normas impuestas.
Casi todos los historiadores actuales -y usted entre ellos- admiten que la historia es literatura. ¿En qué sentido se puede asociar historia con ficción? ¿Significa esto que todas las interpretaciones de los hechos históricos son válidas?
Responderé con un no a la pregunta acerca de si son válidas todas las interpretaciones de los hechos históricos: de ninguna manera son todas equivalentes. Mi posición es que la historia es escritura y es conocimiento. Evidentemente, la historia pertenece a una escritura de la ficción como escritura de la representación, pero si entendemos por ficción lo que usted sugería, o sea que no hay ninguna posibilidad de discriminar entre las narraciones históricas en función de su capacidad de producir un conocimiento, no estoy de acuerdo con esta conclusión. La dificultad radica, evidentemente, en que no estamos ante una ciencia «dura»: en el mismo momento se pueden producir interpretaciones aceptables de un fenómeno histórico dentro de un abanico de posibilidades, que rechazan algunas, sí, pero que no se reducen a una sola. Y esta es, como se sabe, la dificultad que comparten todas las ciencias sociales. Ciencias sí, porque hay criterios de verdad, hay operaciones técnicas particulares, hay controles, pero también ciencias particulares en el sentido de que pueden admitir una pluralidad de interpretaciones para el mismo fenómeno, sea histórico, sociológico o antropológico y que en este sentido no pueden someterse completamente a los criterios de verdad de la física o de la matemática. Este sería un primer balance sobre un problema que es muy difícil, y que tiene consecuencias en el mundo contemporáneo, porque, como se sabe, la producción de falsificaciones históricas fue una gran actividad de los regímenes dictatoriales.
Y no sólo de ellos. Aún en nuestros días no faltan autores que niegan la existencia del Holocausto.
Por eso para historiadores como Carlo Ginzburg es absolutamente esencial resistir a lo que llama «la máquina escéptica», es decir, la que sostiene que no hay criterios para establecer la verdad y que todas las interpretaciones históricas son equivalentes. Y así vemos que en algunos casos particularmente intensos y dramáticos, como el que menciona, la capacidad crítica de la historia para establecer un saber controlado es una dimensión fundamental que no puede hundirse dentro del reconocimiento de los procedimientos narrativos o retóricos de su escritura.
Lo cierto es que se suele argumentar actualmente que la característica esencial de la historia radica en que es escritura, es decir, una representación del pasado en forma de texto, y de una especificidad que la hermana con la literatura. ¿Pero acaso no son todas las ciencias, desde la física hasta la biología, desde la geología hasta la química, una representación e interpretación de una porción de la realidad -permítame este término tan ambiguo- que se plasma en última instancia en alguna clase de escritura?
Sí. Lo que ocurre, en primer lugar, es que la historia durante mucho tiempo olvidó o negó la dimensión escritural de su práctica, sea porque estaba confundida con lecciones morales, cuando la historia era considerada, como entre los antiguos, una maestra para la vida, sea porque en el siglo XIX, a la manera de Hegel, la historia como acaecer y la historia como escritura estaban confundidas (el despliegue de la historie dentro de la geschichte, para decirlo con las dos palabras alemanas que permiten discriminar las dos acepciones). De modo que la historia como escritura ha sido identificada con lo que sucedió realmente en el devenir del tiempo. Por su parte, en el siglo XX, ciertas técnicas científicas, particularmente estadísticas, hicieron creer que podía existir un saber del pasado totalmente separado de la fábula, de los mitos, de la narración. Dos cosas hicieron recordar que no era así. La primera ya la hemos discutido, es decir, que cuando se analizan los textos de los historiadores se puede reconocer cómo utilizan y manejan sin saberlo, o sin quererlo, en la mayoría de los casos, figuras y estructuras de la ficción. Y la segunda cosa puede hacer hincapié en la idea según la cual las ciencias biológicas, físicas, matemáticas, etcétera, también son, de una cierta manera, escritura, y así se habla de la elegancia de una demostración o de la economía de una demostración, es decir que se introducen criterios estilísticos. Evidentemente, este tipo de escritura no se remite ni a estructuras narrativas ni a figuras retóricas, pero así como el discurso histórico hace con el pasado, el científico pretende restituir la realidad de los fenómenos físicos o la escritura geométrica del mundo de las idealidades matemáticas. Resulta claro que también él puede someterse a estos criterios estilísticos que jerarquizan de alguna manera las demostraciones, y sería interesante discutir con físicos y matemáticos acerca de cómo los aplican. En todo caso, es innegable que introducen una dimensión que no es la pura adecuación entre símbolos o ecuaciones y la realidad que está apropiada, representada -no sé si admitirían estas palabras- o transmitida por estas fórmulas. Pero sí, claramente estamos frente a una forma de escritura. La diferencia sería que la elegancia de las demostraciones puede ser medida diferentemente, pero no creo que estos científicos acepten la idea de que hay para un fenómeno físico dado una pluralidad posible de interpretaciones en el mismo tiempo.
«Un lector es un ser histórico y cultural, y comparte reglas que dominan las prácticas de su comunidad, aunque hay lectores que intentan desbordar estas normas»
«La escritura se transformó en una necesidad para la promoción social, fue una manera de resistencia explícita o implícita a la autoridad, una manera de quebrar un orden»
«Lo que ocurre, en primer lugar, es que la historia durante mucho tiempo olvidó o negó la dimensión escritural de su práctica»
«La historia es escritura y es conocimiento. La dificultad radica en que se pueden producir interpretaciones aceptables de un mismo fenómeno»
Se le suele situar como representante de la cuarta generación de la Escuela de los Anales, la más célebre de las corrientes historiográficas del siglo XX y matriz de la historia cultural. Sin embargo, se ha mostrado a menudo renuente a hablar de esa tradición y ha negado tanto la unidad de esa escuela como la subsistencia en nuestros días de formas de hacer historia asimilables a ella. ¿Reconoce una filiación con la Escuela de los Anales?
Reconozco, sí, una filiación con la Escuela de los Anales, puesto que intelectualmente e institucionalmente siempre me ubiqué dentro de ese mundo historiográfico, y fui participante activo de la herencia cultural de Lucien Febvre y Marc Bloch.
¿Cuál es, en su opinión, el aporte sustancial que realizó a la historiografía? y ¿cuándo dejó de tener vigencia?
Debo recordar que la revista ``Annales'', fundada en 1929, continúa editándose, y que hay un rico patrimonio de textos generados por esa corriente, pero evidentemente lo que le otorga un sentido diferente a este patrimonio intelectual es el mundo en que se ubica. Bloch y Febvre se enfrentaron a una forma de hacer historia que hacía hincapié en el individuo y en el evento político o militar, mientras que lo importante para ellos era lo social, lo económico, las mentalidades. Un segundo núcleo de identidad fuerte era el nacional, no en el sentido de que los Anales fuera una escuela francesa, puesto que casi desde su origen contribuyeron a ella historiadores del mundo entero, pero innegablemente era identificada con la historiografía francesa. Esas dos cosas cambiaron totalmente a partir de la década de 1980. De manera que la identidad fuerte de una lucha contra los tres ídolos -la biografía, el acontecimiento, la política- ha desaparecido. Y, por otro lado, el mundo historiográfico ha cambiado por completo porque cada tradición nacional, o identificada con una raíz nacional, explotó. Se ha registrado una transformación profunda. Los Anales existen como revista, pero no existen más como una fuerte y nítida e inconfundible identidad. Y pienso que hay una cuarta generación, en la que si usted quiere me puede incluir, que reivindica, sí, el espíritu de apertura de la historia a nuevos espacios, a nuevas fuentes, a nuevos problemas que caracterizó el trabajo intelectual de los Anales. LA JORNADA