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Fermín Gongeta Sociólogo

La justicia, al igual que el Papa, es infalible

Precisan una cohorte de desarrapados de la inteligencia que a través de los medios de comunicación intenten hacer ver lo racional de los disparates democráticos

El obispo Casimiro Morcillo me administró la confirmación porque, al preguntarme si el Papa era infalible, yo le respondí: «Sí, el Papa es infalible». Para mí, la respuesta era clara, el Papa no podía equivocarse, como tampoco podía hacerlo aquella figura magra arropada lujosamente en colores negro y púrpura, frente a la que yo me encontraba. Habría respondido que también él era infalible. A fin de cuentas era él quien decidía a quién confirmar.

No me costó demasiado esfuerzo darme cuenta de que los que eran más grandes y fuertes que yo, todos tenían razón y eran también infalibles. El exterminador de la II República tampoco se equivocaba, era también infalible «por la gracia de Dios» -lo dijo de sí mismo-.

Lo de que algunos no se equivocan nunca viene de antiguo. Ya Julio César lo sabía cuando dijo aquello de «la razón está en mi voluntad». César dejó de ser infalible cuando el puñal de Bruto le atravesó el corazón. Ha sido una de las formas más utilizadas, a lo largo de la historia, para quitar la infalibilidad y también la razón.

La infalibilidad la puso de moda Pío IX en el Concilio Vaticano I. Saltándose las normas, lo decidieron por mayoría simple. Lo cierto es que ya antes había dicho: «La tradición soy yo». A partir del Vaticano I, la infalibilidad, sea por la «gracia de Dios» o por «mandato del pueblo», se ha convertido en una cualidad inherente y natural tanto de gobernantes como de jueces siempre dispuestos a adulaciones.

Nicolás Sarkozy le ha arrebatado la infalibilidad a Jacques Chirac, que tras dejar la presidencia debe enfrentarse a los tribunales. Debe de ser dramático pasar de infalible a imputado en malversación de dineros públicos.

A nivel mundial, todos sabemos que Bush es el más infalible: «Dios. América y nosotros» -dice- y que Tony Blair y Aznar le siguieron a la zaga como acólitos consagrados. En el Estado español, a Aznar le sustituyó Zapatero. En Euskal Herria, los Imaz, Balza, Ibarretxe o el mismo López son menos infalibles, porque la infalibilidad es mayor cuanto «mayor sea el número de cautivos que le sigan para honrar con cadenas las ruedas de su carro» («Julio César» de Shakespeare).

Paul Taupin, en su obra «La nueva inquisición», mantiene que «la justicia, al igual que el Papa, es infalible». El juez Marlaska marcando a Otegi -según la prensa- como si se tratara de un partido de fútbol; Laurence LeVert, Garzón, Audiencia Nacional, Tribunal Supremo, TSJPV son pública manifestación de que «su voluntad es la razón» al más puro estilo de Julio César.

Mantengo también con Paul Toupin que «el infalible es tirano», por lógica consecuencia. La tiranía ideológica la convierten inmediatamente en tiranía física, como única manera de doblegar voluntades. Son las detenciones arbitrarias, las penas y cárceles decididas sin argumentos jurídicos. Y de la tiranía física hacen espectáculo público con el fin de que los castigos sean ejemplares: «ved lo que hacemos con los Otegis y De Juanas». Frente a la aceptación de un pensamiento crítico, utilizan la ley como arma destructora del derecho ciudadano a la opinión y al voto.

Ellos, los infalibles, siguen el consejo de Lady Macbeth: «No debilites tu noble fuerza con el pensamiento». Por eso el PSOE, el PP, el PNV precisan una cohorte de desarrapados de la inteligencia que a través de los medios de comunicación intenten hacer ver lo racional de los disparates democráticos. Se precisa una gran habilidad en el manejo de la palabra para justificar racionalmente la utilización de la fuerza bruta por parte del Estado. En Euskal Herria estamos habituados a ellos. Se les conoce sobradamente por la defensa a ultranza de la unidad indisoluble de España; Fundación para la libertad, Covite, Foro de Ermua, Basta ya, Gesto por la Paz, AVT. Pretendidos intelectuales cuyo pensamiento siempre es dócil y sumiso con el poder, de quien esperan recibir prebendas. Pretenden resumir el pensamiento en eslóganes, ocultando así el verdadero sentido de las palabras.

«Decenas de miembros de Aralar, EB, PNV, EA o la coalición Nafarroa Bai no tomaron sus cargos pese al mensaje lanzado por algunas direcciones» (GARA, 2007-6-17). Con las elecciones y la constitución de los ayuntamientos muchos se van dando cuenta de que la inseguridad de la que hablan los grandes partidos políticos «podía también ser consecuencia de las leyes mal hechas, de decisiones mal tomadas o incluso de disposiciones jurídicas que, aunque fueran técnicamente correctas, son tomadas en instituciones en cuyo seno las libertades esenciales no están suficientemente garantizadas» (Serge Portelli, «Rupturas»).

El peligro de la ley injusta se encuentra en el minuto siguiente, en el momento de la reflexión del ciudadano afectado. Y todavía más en la hora siguiente, en la que el legislador debe cuantificar los desperfectos ocasionados por sus antidemocráticas leyes.

Tal vez estas elecciones enseñen, una vez más, que la infalibilidad del poderoso, por fuerte que sea, se destruye arrebatándole el poder con inteligencia.

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