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CRÓNICA, CRISIS EN LÍBANO

El lastre de la guerra quiebra a los niños de Nahr al-Bared

Beit al Aftal (la casa de los niños) es un edificio rodeado de escombros donde los pequeños del campo de refugiados de Nahr al-Bared, en Líbano, vienen a librarse de los recuerdos de una guerra.

Enrique RUBIO Badawi

Las paredes de este recinto, situado en el vecino campamento de Badawi (norte de Líbano), encarnan una viva expresión del horror que han sufrido los niños desde que el pasado 20 de mayo empezaron junto a sus casas los combates entre el Ejército libanés y los extremistas suníes del grupo Fatah al-Islam.

En estos muros hay colgadas decenas de dibujos que versan alrededor de un único tema: la guerra.

Por un lado, se ven tanques, milicianos barbudos armados hasta los dientes, barcos en llamas y bombas cayendo desde el cielo; por el otro, hay grandes corazones, manos gigantes con la palabra «STOP» dentro de la palma y palomas blancas.

En los pasillos de Beit al Atfal corren bulliciosos muchos niños, mientras que unos cuantos deambulan con la mirada vacía y sin que parezcan percibir la algarabía que les rodea.

«Esos son los niños de Nahr al-Bared», explica Jacques Hureiki, siquiatra de este centro de atención a la infancia desde hace un año y medio.

«Más de la mitad de ellos tienen incontinencia urinaria por las noches, como consecuencia de ataques de pánico y de las pesadillas que sufren», asegura Hureiki, quien, además, alerta sobre el alto índice de enfermedades mentales, como la esquizofrenia, que ha brotado entre estos niños.

Repercusiones fatales

El doctor, que pasa consulta a un paciente cada diez minutos, «aunque el mínimo debería ser de una hora», también advierte sobre el alto nivel de agresividad de algunos menores, que puede tener repercusiones fatales sobre su desarrollo humano y moral.

Probablemente ésa sea una de las mayores preocupaciones aquí: conseguir que los niños de hoy se conviertan en adultos sanos mañana, libres de rencor y de sentimientos violentos.

Ahmed es un chaval de siete años vivaracho y de ojos despiertos, como los de la mayoría de los niños palestinos que se han criado en la miseria de los campos de refugiados.

Cuenta que abandonó Nahr al-Bared a los pocos días de empezar los bombardeos junto a su madre, pero que su hermano sigue dentro del campo para cuidar de que lo poco que les queda no caiga en manos de Fatah al-Islam. Según fuentes en el interior del campo, los milicianos islamistas que quedan han estado practicando el pillaje en las casas que quedan vacías, en busca de todo aquello que les pudiera servir para prolongar su resistencia frente a las tropas libanesas.

Aunque se avergüenza al reconocerlo, Ahmed confiesa que tiene miedo a las bombas y que por las noches se acerca a su madre en la cama para buscar consuelo.

Su padre, cuenta, se fue a Estados Unidos hace ya varios años y desde entonces no han vuelto a saber de él.

El doctor Hureiki afirma que los padres de los chavales no le ponen fácil la tarea de atender a sus hijos y que, muchos de ellos, se niegan a que los niños tomen medicamentos por temor a que desarrollen una dependencia.

Falta de medios

Por esa razón, existen muchos casos entre los menores que ahora viven en Badawi que no están siendo tratados.

Pero, además, en Beit al Atfal, que funciona gracias a fondos de Naciones Unidas y de otras organizaciones humanitarias, se atiende también a adultos que no han conseguido tampoco digerir los bombardeos y que, probablemente, cuando vuelvan a sus casas comprobarán que de ellas no queda más que un montón de escombros.

En esas condiciones, resulta complicado mantener la cordura, y el número de depresiones clínicas se ha disparado en los últimos días.

Hureiki lanza un llamamiento: el centro necesita más personal, más medicamentos y más dinero para atender todos los casos.

Es el drama de estos niños doblemente refugiados: primero de su tierra de origen y ahora del hogar donde nacieron.

 

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