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Iñaki Uriarte Arquitecto

Banalizar la belleza

Hoy, día siete del séptimo mes del año séptimo del tercer milenio de la era cristiana, en la capital más occidental de Europa, Lisboa, desde donde «se ve el nuevo mundo», se va a proceder a un ridículo espectáculo disfrazado de cultural. Se pretende proclamar las siete nuevas maravillas del mundo moderno. Lo único gracioso es la elección de la fecha y su simbología. Es un concurso que inició el rico suizo Bernard Webber mediante una fundación -New 7wonders- pretendiendo que la población mundial vote por internet y teléfonos-hucha. Visto el demagógico cariz que adquiría, UNESCO, que inicialmente aprobaba la campaña, acertadamente se ha desvinculado de este festival.

En el pasado, las civilizaciones griegas y romanas hicieron una recopilación simbólica de aquellas construcciones más importantes por su belleza y representatividad simbólica, destacando las que denominaron «Siete Maravillas de la Antigüedad», que no llegaron a existir simultáneamente y algunas de las cuales han sido conocidas por relatos históricos. Hoy sólo permanece de aquel mítico legado la Pirámide de Giza en Egipto (2600-2500 aC).

Las obras que para necesidades de todo tipo ha creado el ser humano a lo largo de la historia son un repertorio casi infinito, entre las que destacan unos cientos de ellas de un valor excepcional que constituyen en la actualidad el Patrimonio Cultural de la Humanidad. Recopilación lo suficientemente amplia para completar el fervor colectivo por el arte edificado, sin necesidad de una clasificación meritoria.

Este listado de obras magistrales es muy amplio, tanto por su naturaleza específica como extenso por su emplazamiento, diverso por sus dimensiones, desigual por el grado de conservación o distinto por su conocimiento que impiden, ya inicialmente, cualquier pretensión de comparación. No es lo mismo comprender los vestigios de un elemento monumental, el esplendor de un palacio, la evocación histórica de un recinto, el mito religioso de un templo, el simbolismo de una construcción, la audacia y hazaña constructiva, la precisión de un elemento industrial, etc...

El tiempo presente sitúa algunas de estas magnas creaciones en un contexto muy diverso del original, no sólo físico de entorno urbano, ambiental, sino social, su accesibilidad, el uso actual o su autenticidad tectónica, circunstancias ineludibles que producen lecturas distorsionadas y por tanto desiguales e injustas.

Una herencia artística de esta envergadura no puede fomentar la competitividad; no es el absurdo desafío entre rascacielos para ser el más alto. Debería, en cambio, promover la divulgación, apreciación de lugares y culturas que no son las propias de forma equiparable mediante la educación y los medios de comunicación. Una consideración global del patrimonio arqueológico, arquitectónico y urbanístico mundial nos hace comprender que la historia de la humanidad se ha desarrollado en los diversos continentes en períodos, en ocasiones contemporáneos, con recursos constructivos y repertorio artístico propio que significaban en cada época la máxima expresión de belleza y una referencia de idiosincrasia.

La inmensa mayoría de la personas a las que se les pide un voto de exaltación patriótico no están en las debidas condiciones perceptivo-sensitivas para opinar; no conocen más que unas simples imágenes sin una valoración contextual. Esta es una peligrosa tendencia de hacer votar ante cualquier propuesta de modo irreflexivo por una foto o maqueta para, política y perversamente, proclamar que ha sido opinión de la mayoría. Opinión es ejercer la razón, no la impresión, el mero y efímero estímulo visual

Si este despropósito arraiga socialmente las consecuencias para los elementos favorecidos pueden ser nefastas. La comercialización de un bien cultural, la «turistización», es el mayor peligro para el patrimonio monumental. La adecuación de un edificio o espacio para atraer turistas implica deformaciones importantes tanto del elemento en sí mismo como de su entorno. La llegada indiscriminada de multitudes de visitantes ansiosos por fotografiar y ver fugazmente, «conquistar», el monumento galardonado significará la alteración de las condiciones de contextos inherentes al mismo, espacialidad, silencio, temperatura, olor, tejido social tradicional, creando necesidades nuevas que deforman su perímetro conceptual, aparcamientos, servicios, tiendas, señalización.

Dos lamentables y conocidos ejemplos son significativos. La continuación a partir del fallecimiento de Gaudí en 1926 de las obras del templo de la Sagrada Familia, en Barcelona, iniciadas en 1901, sin su dirección personal ni una documentación rigurosa y con un lenguaje interpretativo, continuista, similar, es una enorme estafa cultural. Otro, las lamentables manipulaciones en el Puente-Transbordador Bizkaia, sobre la Ría de Bilbao, de 1893, extraña y sospechosamente declarado en unas deplorables condiciones el 13 de julio de 2006, Patrimonio de la Humanidad.

Este festejo del día de San Fermín es una mera operación mercantil innecesaria e impresentable. Someter los bienes culturales de la Humanidad, los monumentos, a un concurso es, intrínsecamente, una frivolidad que pretende banalizar la belleza como una mercancía. Esta tergiversación sensacionalista de la cultura es una invocación a la torpeza, al fanatismo local y la simplificación, socialmente burlona, culturalmente injusta y artísticamente infame.

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