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Dulces acentos para una multitudinaria jornada de clausura

 

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Javier ASPIAZU Crítico

La jornada de clausura de esta edición del jazzaldi comenzaba con una inusual combinación musical, la representada por la joven contrabajista-cantante Esperanza Spalding, cuyo primer disco, «Junjo», acaba de publicarse recibiendo una buena acogida.

Convertirse en profesora de contrabajo en la prestigiosa Berklee School of Music de Boston -la meca del aprendizaje del jazz en la actualidad-, con apenas 22 años, es un claro ejemplo de la suprema calidad técnica de esta instrumentista. Lo que podría cuestionarse es la excelencia de su instrumento alternativo: el vocal. Que esta gran contrabajista cante con todo el entusiasmo del mundo en el salón de su casa nos parece muy respetable, pero que lo haga en sus grabaciones y ante el público pretendiendo darle el mismo nivel de interés que su desempeño al bajo, nos parece una pretensión bastante ilusa. Y sería una lástima que una vocalista simplemente correcta -aunque, siendo sinceros, de registros más que discretos- suplantara, por mor de un éxito prematuro, a una estupenda contrabajista de jazz.

Ya en el escenario principal del jazzaldi, la ola de expectación crecía desproporcionadamente, cual sunami casero, a medida que pasaban los minutos y se acercaba la cita con Norah Jones.

Una vez más el abarrotado polideportivo de Mendizorrotza con sus 4.000 plazas de aforo al completo se reveló como un recinto del todo inadecuado para escuchar a una vocalista cuyo repertorio, integrado prácticamente en su totalidad por baladas intimistas y canciones country-folk de tempo medio, hubiera sido mucho mejor apreciado en un local diez veces más reducido. Presentado por la Jones, con quien compartió los dos primeros temas, le tocó a M. Ward, cantautor de resonancias posmodernas y ciertos toques críticos, cuyo álbum, «Transfiguration of Vincent», obtuvo un merecido éxito hace pocos años, el papel de telonero. Y tras algunas canciones -entre ellas, clásicos de Johnny Cash o John Fahey- que, en el peculiar estilo de Ward, derivaron en una melopea un tanto mortecina, apareció, en un escenario tapizado de rojo y con el negro profundo del piano de cola como único contraste rotundo, la esperada estrella.

En la actuación de Norah Jones faltó todo lo que aprecia este cronista, todo aquello que caracteriza al jazz: swing, improvi- sación, fraseo «dirty». Incluso para tratarse de un concierto pop, el recital ofrecido por la Jones resultó demasiado melifluo y monocorde. Y es que casi todas sus canciones son productos perfectamente concebidos para agradar, para endulzar hasta el empalago, el oído de un público masivo. En su haber, algo que no es marketing: su voz, espléndida en timbres y registros, aunque, por momentos, carente de verdadero sentimiento, falta de esa expresividad que las giras vuelven formularia, y que sólo las cantantes que han de pervivir en el tiempo saben transmitir.

En cualquier caso, para la organización se cumplió el objetivo: clausura multitudinaria, taquillazo y público satisfecho. Aunque no precisamente el de los aficionados al jazz.

De todo un poco

Acaba así un festival que ha tenido de todo. Una 31ª edición que ha registrado sus puntos negros, como el día de los grupos vascos -algunos ni siquiera tales, como el Juan Pablo Balcázar Quartet, reconvertido por la organización en el cuarteto de Hasier Oleaga-, utilizados descaradamente para la obtención de las anheladas subvenciones, zonas de sombra ejemplificadas por la abundancia de cantantes de dudoso pedigree jazzístico, y luminosos aciertos como la impagable lección de integridad artística y libérrima creatividad que nos dio Ornette Coleman.

En general, una edición interesante, donde se ha podido escuchar muy buen jazz, pese a la dirección del jazzaldi en exceso personalista, que lastra pesadamente, con sus decisiones arbitrarias y actitud caciquil, el presente y el futuro de este evento.

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