Desde «Movida en el Roxbury», de eso hace casi ya diez años, no me había reído tanto en una película protagonizada por Will Ferrell. Se debe a que ha vuelto a encontrar una pareja cómica a su medida, nada menos que el nuevo geniecillo del transformismo John Heder, revelado por su marciana caracterización de estudiante «freak» en la cinta independiente de culto «Napoleon Dynamite».

Ferrell y Heder son la noche y el día, ya que el recién llegado es en la realidad un inocente chico mormón que fuera de la pantalla no lleva el tipo de vida mundana de su curtido compañero de reparto. Esa química de polos opuestos funciona igual de bien en la ficción, dado que en sus respectivos papeles de patinadores artísticos representan las fuerzas inversas de la naturaleza: el fuego y el hielo. Dos conceptos que, traducidos al lenguaje básico de las comedias gamberras norteamericanas, equivalen al enfrentamiento entre el macho muy macho y el chaval imberbe tirando a sensible.

Los mejores gags, los que aseguran la diversión, son precisamente aquellos que explotan abiertamente, y sin ningún pudor, la incorrección política de la situación sexualmente ambigua que se genera con la creación de la primera pareja masculina de patinaje artístico.

Y ese gracioso punto de partida argumental es todo cuanto necesitan los guionistas, los prometedores hermanos Cox, para hilvanar una serie de números hilarantes con coreografías intencionadamente horteras, que colocan la música «disco» por encima de cualquier consideración deportiva.

La apoteosis final, que pasará a la antología del género, cuenta con un guiño perverso en forma de plano detalle, al describir cómo la cuchilla del patín de Heder apura el rasurado de los pelitos de la barba de Ferrell.

La obsesión de los dos protagonistas por su excéntrico e imposible vestuario, que degrada la moda y el diseño a sus cotas más bajas, hace pensar en «Zoolander», así que no parece ninguna casualidad que Ben Stiller sea el productor de «Patinazo a la gloria».