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Elena Martinéz Rubio Doctora en Filosofía

Llegar, sólo se llega una vez

Para ninguno que nace puede estar el mundo hecho a medida. Desde el primer instante, la vida es un intento por llegar a ser. O siquiera, por imaginar lo que se hubiera sido -de haber podido-. Pues esto no viene dado del exterior, sino más bien quitado. Y se pelea a costa de un interior que quiere librarse de tanto ritual atrofiante, y se empeña en seguir siendo él mismo a pesar de las transformaciones. Por eso, en el viejo del espejo, uno quisiera reconocerse, encontrar su origen intocado aún.

Llegar, sólo se llega una vez, y ésa es la primera. El recién llegado ve cosas asombrosas, y con razón. Su mirada es aguda e interesante como pocas, porque no ha sido debilitada por la costumbre, ni adiestrada por el miedo, ni domesticada en la falta de verdad.

Los que llevan ahí más tiempo han olvidado, y ahora ignoran, desde su posición, esa extrañeza, más bien la niegan y la aplastan, teniéndola por una falta de algo que ellos se encargarán de remediar. Y actúan según sobreentendidos que a menudo nadie entiende, o de cuya legitimación no son capaces de dar cuenta.

«Estos adultos y sabelotodos se han entretejido por completo en una red, donde una malla engancha a otra, de manera que el conjunto parece admirablemente natural; pero no hay quien sepa dónde está la primera que sostiene todo el resto», descubren los dos compañeros de clase en la novela de Robert Musil «Las tribulaciones del joven Törless».

Padres que corrigen y enderezan una y otra vez a hijos que nunca terminan de darles gusto, igual que escritores revisando y machacando sus textos. Profesores que los examinan, ajustan y rectifican, como mecánicos probando coches. El mal hacer se derrama sobre los que son todavía esponjas vulnerables, con el fin de aplanar y nivelar lo individual en ellos, y evitar cualquier desviación de una imaginaria línea recta común.

Pero en realidad: «Esos no han hecho sino horadar, a través de su cerebro, un camino de mil pasadizos de caracol, volviéndose lo justo para echar un vistazo hasta la última esquina, a ver si aguanta aún el hilo que han hilado detrás. De modo que tú los pones en apuros con tus preguntas. Ni uno sabría dar con el camino de vuelta», le dice a Törless su amigo.

Entre los adultos, consenso en lo fundamental: salir a flote, sobrevivir, durar. Lo cual no es automático en el recién llegado, que no ve siempre por qué, para qué. Con mayor motivo si, tras haber sido invitado a un lugar como éste, cuando menos tortuoso y complejo, no es recibido después debidamente, y empieza a sufrir congelaciones. Así se comprenden las tristezas, que pueden llevar hasta el suicidio, de quienes intuyen tempranamente lo que se les viene encima, y carecen de defensas. En absoluto desean llegar a ser parte de una especie mezquina que, en general, se multiplica dormida.

«Hay una cosa que sí sabemos: los seres humanos no viven como debería vivir un ser humano», recordaba Paul Nizan al escribir sobre aquella, supuestamente, época más bonita de la vida. «Vuestras bellas consignas esconden hechos que nos espantan».

Mientras los más imprevisibles y genuinos siguen preguntando de forma inocente, sin obtener respuesta, otros, en cambio, pronto mimetizan como monos y aplican alrededor, en su medida, la misma presión e incomunicación sufridas.

Por su parte la escuela se ocupará de enseñar eso que tan buenos resultados da más tarde en la vida: que es más importante aparentar que ser. Por lo que, en este sentido, no hay que aprender para uno mismo, sino para otros. Y que cada movimiento ha de tener un fin, y traer consigo un éxito visible, una subida de escalón. Lo que, en el futuro, acabará por tomar cuerpo en el dinero sin más, fin en sí mismo incuestionable.

El resto del trabajo lo harán, en cada hogar, las diversas pantallas, que lo son sobre todo de protección de un sistema que necesita peones. Eficientes prefabricados, moralmente apáticos. Gran Programador programa la gran máquina...

Entrenados para el aburrimiento, para permanecer callados y sin pestañear mientras escuchan las estupideces más atroces, ya sólo se trata de rellenar el hueco con entretenimientos más o menos compulsivos y demás ataduras no reflexionadas. Es decir, llegado el día, también con nuevos hijos para ese mismo mundo.

De ahí proviene quizá la impresión penosa, que dan muchos padres, de fingir o estar disimulando ante los suyos ¿qué? El bostezo.

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