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Groucho sigue siendo maestro del humor 30 años después de su muerte

Una vez dijo que, partiendo de la nada, había logrado alcanzar la más absoluta miseria, pero su vida más bien fue una escalada al Olimpo que convirtió el nombre de Marx en uno de los más adorados de EEUU, y sin ser marxista, sino ácrata declarado. Se llamaba Julius Henry, pero le decían "Groucho».

Eliseo GARCÍA NIETO

Poseedor de un Oscar honorario, un Emmy e incluso una orden de comendador de las Artes y las Letras de Francia, el emperador de la comedia murió de una neumonía hace exactamente treinta años, el 19 de agosto de 1977, apenas tres días después de que concluyera otro reinado, el del monarca del rock Elvis Presley.

«Nací a muy temprana edad», ironiza él mismo en «Groucho y yo», una autobiografía que publicó en 1960 y que, presentada por Harkaitz Cano, también puede leerse en euskara («Groucho eta ni», Meettok, 2006). «Groucho y yo» arroja luz sobre los tres grandes ejes de la existencia del que ha sido considerado el mayor humorista del siglo XX: la familia, la comedia y las mujeres.

Nacido en 1890 en Nueva York, Julius Henry Marx era el tercero de cinco hijos de una familia de emigrantes judíos franco-alemanes encabezada por su padre, un sastre bastante desastroso, y su madre, Minnie, auténtica fuerza creadora de los Hermanos Marx. Y es que fue ella, descendiente de una familia de artistas de vodevil, la que alentó la carrera escénica de sus cinco hijos como medio de salir de la miseria.

«Cuando era muy pequeño, quería ser médico, pero lo que después quise de verdad fue hacerme escritor», algo, esto último, que lograría años después, dijo un Groucho ya octogenario a Charlotte Chandler, autora de la biografía «¡Hola y adiós! Groucho y sus amigos» (1979).

Pero a los quince años, tras haber dejado los estudios primarios inconclusos -sus carencias formativas las supliría haciéndose lector voraz-, Julius Henry aprovechó su amor por el canto para trabajar en el teatro de variedades.

Sus primeras giras terminaron con el joven abandonado por sus compañeros, que, además, le robaron su parte de la recaudación.

La infatigable Minnie acabó implicando al resto de sus hijos -los futuros Harpo, Chico, Zeppo y Gummo- en nuevas compañías, hasta que, con su humor irreverente, acabaron convertidos en astros, primero, de Broadway y, después, del cine.

Corrían los últimos años 20 y, para entonces, Groucho, vestido de levita, con gafas postizas y luciendo un enorme bigote pintado, ya había asumido su papel inmortal: el de inepto locuaz con aires de grandeza y gran facilidad para los chistes mordaces, que mascullaba mientras fumaba un enorme cigarro.

una cascada de chistes

Esos chistes no se acababan en el escenario o en la pantalla, sino que seguían en la vida real, en la que los prodigaba sin importarle a quién pudieran ofender, como cuando, en una ocasión, invitado a México e infor- mado de que al día siguiente le recibiría el presidente a las 3 de la tarde, preguntó: «¿Y quién me garantiza que mañana a esa hora seguirá siendo presidente?».

También para finales de los años 20 Groucho se había entregado ya a su otra gran pasión, las mujeres. Fue ésta una pasión que le acompañó hasta la tumba y le llevó, a demás de a muchos burdeles, a innumerables noviazgos y a tres matrimonios -así como a otros tantos divorcios-, de los que nacieron dos hijos y una hija.

Los Hermanos Marx hicieron para los estudios Paramount cinco películas que revolucionaron el humor con su mezcla de absurdo y anarquía, desde «Los 4 Cocos» (1929) a «Sopa de Ganso» (1933). Pero su consagración definitiva llegó con su trabajo en la Metro. Al respecto, Groucho decía: «Supongo que por entonces existiría cierto número de genios, pero yo sólo conocí a uno: Irving Thalberg». Thalberg fue el productor que reclutó a los Marx para los estudios MGM. Él dotó de argumento al anárquico y enloquecido humor de los hermanos y logró clásicos como «Una noche en la Opera» (1935), que Groucho siempre consideró su película favorita.

El cine, empero, no salvó a Julius Henry de la ruina en el desastre bursátil de 1929, y sus intentos por prosperar en la radio no cuajaron. Eso le hizo temer que su destino fuese como el de Margaret Dumont, «una gran dama que murió sin un penique», recordaba Groucho. Se había compenetrado espléndidamente con Dumont en siete películas. El secreto, aseguraba él, era que «ella nunca entendía los chistes».

Pero el éxito que no obtuvo Groucho en la radio lo obtuvo en televisión, como presentador del concurso «You Bet Your Life», emitido de 1950 a 1961.

Al final de su vida, convertido en un mito viviente adorado por el público y por maestros del humor como Woody Allen, Groucho tan sólo tenía una queja: «Siempre me atribuyen frases que nunca he dicho».

Una de esas atribuciones es su supuesto epitafio «Perdonen que no me levante», pues en la placa negra que cubre su nicho sólo figuran su nombre, fechas de nacimiento y muerte y una estrella de David. Tampoco figura, pues, el verdadero epitafio que, según Chandler, Groucho pensó para su tumba: «Nunca besó a una chica fea».

 

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