Critica arte
Anselm Kiefer en Bilbao
Iñaki URDANIBIA
Apenas quedan unos días para poder ver la exposición que el Guggenheim dedica al pintor germano Anselm Kiefer, nacido en 1945, fecha del final de la Segunda Guerra Mundial y año en que su surgimiento a la vida coincidía con la reducción de su país o, al menos, de algunas de sus más emblemáticas ciudades, a ruinas. En medio de ellas se situaría aquel ángel de Klee del que hablase Walter Benjamin, ángel de la historia, como símbolo de la pérdida de norte y muestra de la perplejidad ante un mundo destruido. Tal caótica situación marcó el quehacer del pintor de manera explícita, lo mismo que dejó su impronta en gentes como G. W. Sebald, que describe con un naturalismo destacado, y descarnado, la «historia natural de la destrucción», para referirse a aquel castigo a la población germana, sistemático y cuando ya la derrota estaba más que consumada, o, en otro registro, al recientemente fallecido Kurt Vonnegut, que en su brutal novela «Matadero cinco», da cuenta de la destrucción de Dresde.
Las pinturas gigantescas de Kiefer, afincado en la Provenza francesa, toman pie -podría decirse que alas- en varios hechos y escritores que le sirven de inspiración, de catapulta hacia los estrellados cielos grises que coronan muchas de sus obras. Una de esas referencias es la del suicidado poeta Paul Celan, quien, tras ver a su familia aniquilada por la bestia parda, pasó por la experiencia de la soledad, la huida, el encierro concentracionario... lo que se plasmó en sus entrecortados poemas, que hicieron desdecirse a Adorno de aquel perentorio «no se puede escribir poesía después de Auschwitz», descubriendo el autor de la «Dialéctica negativa» que los versos fragmentados, entrecortado del poeta, eran la manera de escribir tras el nefasto crimen concentracionario, versos que, a pesar de su hermetismo, criticado con dureza por Primo Levi, eran admirados (aceptados, diríamos) por éste también... ese poeta que se fue desesperado del silencio de Martin Heidegger, a quien admiraba y a quien fue a visitar en la cabaña de la Selva Negra... ese poeta, digo, que una treintena de años más tarde -a finales de los setenta si no recuerdo mal- puso fin a sus atormentados días arrojándose del parisino puente de Mirabeau.
La inspiración de Celan
«Leche negra del alba te bebemos de noche/ Te bebemos al mediodía, la muerte es un/maestro venido de Alemania./ Te bebemos noche y día, bebemos,/ Bebemos/ la muerte es un maestro venido de/ Alemania y su ojo es azul/ ella te golpea con una bala de plomo/ precisa, ella/ un hombre habita la casa, tus cabellos de/ oro/ Margarita/ lanza sobre nosotros sus dogos y nos/ ofrece una/ tumba en los aires/ juega con las serpientes y sueña, la muerte/ es/ un maestro venido de Alemania/ tus cabellos de oro Margarita/ tus cabellos de cenizas Sulamit (...)». Tales versos se com- binan con la pintura oscura, grisácea, de Kiefer, y sirven de fondo a los paisajes de la desolación que muestran algunos de los gigantescos e impresionantes lienzos que están cubiertos de leche blanca, de negra muerte, de cenizas, materia de la que surge el ave Fénix. Lienzos conmovedores que, en su magnitud, expresan ese impasse que supuso la bestialidad que acabó con millones de seres, y del que fue víctima retardada el poeta nombrado y homenajeado por el pintor alemán.
Paisajes yermos, con matojos y arbolillos estériles, campos nevados, y los materiales que invaden los cuadros toman el color del plomo, ampliamente utilizado por el artista; las ramas que representan distintos signos significativos, algunos de ellos recuperados por los nazis de su origen de antiguas tribus germanas, y que salpican los lienzos, mezclándose con sillas, libros quemados, tierra, y unos tonos oxidados que inundan algunas de sus telas, especialmente aquellas que se inspiran en el futurista ruso Velimir Khlebnikov y su visión cíclica de la historia, deudora del eterno retorno nietzscheano, confirmando -según aquél- dicha misteriosa regla el hecho de la repetición de batallas navales que se producían cada trescientos diecisiete años (317). Lienzos en los que los oxidados barcos zozobran en medio de los tonos rojizos, azulados y grises que dan cuerpo a casi la obra toda expuesta estos días en Bilbao.
No queda, no obstante, ahí la cosa. Las obras expuestas rinden en otra de las salas homenaje a las mujeres de la Revolución francesa (Madame La Mettrie, Madame Rostand, Madame Condorcet, etc.), en una impresionante e inquietante exposición de camas cubiertas de plomo y de formas que a veces hacen pensar más en un siniestro tanatorio o en una oscura sala de autopsias. El plomo da la materia y el tono a esta parte recuperada del olvido, o el silencio, por el artista. Atención merece también el tachonado cielo, con las estrellas marcadas con la exactitud rigurosa que les presta la numeración de la NASA, que se fusionan con las plantas de la tierra en un simbiótico proceso de retroalimentación o interpenetración. Y podría seguir dando cuenta del espectáculo de los gigantescos libros de plomo de los que sobresalen marchitos girasoles, o de los impactantes y abovedados lienzos que preparó el pintor para el hospital de Salpêtrière, que combinan el volar jerárquico de los ángeles con ciertas interpretaciones kabalísticas que mantienen que el mundo está troceado, roto, y la tarea de tales interpretaciones místicas debería ser, precisamente, recomponer ese cuarteado universo.
Universo tenso precisamente el expuesto por este conmovedor pintor que entrevera a Caín con Abel, al cielo con la tierra, a la muerte con la vida. Todo ello con una monumentalidad espectacular y con unos tonos que rozan por momentos los límites de las grandes narraciones de salvación, pues, según la postura del artista, de la destrucción no nace la nada, sino el espacio de la construcción; de la oscuridad, la luz prometeica, y de las cenizas de los campos quemados, el renacer de nuevos frutos y de cambios de plantas y futuros paisajes.
Quedan pocos días para poder contemplar la exposición de la que doy cuenta. Los amantes de las artes plásticas seguro que salen conmovidos de la experiencia de este inspirador de Miquel Barceló, entre otros. Al que esto escribe al menos, eso le ha sucedido, sin duda, y, como muestra, me he venido a casa con cuatro kilos y pico de catálogo.
Título: «Anselm Kiefer».
Lugar: Museo Guggenheim Bilbao, segunda planta y salas 103A y 105.
Fechas: Hasta el 3 de septiembre.
Catálogo: «Anselm Kiefer», Germano Celant, Skira, 2007. 527 páginas. 55 euros.